Qué es la política

“La política siempre ha tenido que ver con la aclaración y disipación de prejuicios”, escribió Hanna Arendt en unos apuntes que luego fueron compilados en un texto que se llama “¿Qué es la política?”. Allí, afirma que una pregunta tan obvia y llana como ésa sólo es necesario formularla cuando han estallado todos los estándares morales, y una sociedad debe nacer de nuevo, refundarse, y aprender, como los recién nacidos, a hablar. En el habla social, sin embargo, a diferencia del habla que el niño pequeño va adquiriendo en sus primeros años, siempre hay un pasado que se arrastra, siempre hay traumas que devienen en la forma de prejuicios. Ese estallido que supone la refundación incluye desilusiones, estafas, engaños, corrupción. El hecho de que vivamos rodeados de prejuicios, dice Arendt, es de algún modo intachable: constituye un mecanismo defensivo que nos permite, colectivamente, no empezar siempre de cero. El prejuicio, así, es una manera de asimilar experiencias pasadas, de reducir el estado de alerta al que estaríamos permanentemente condenados si tuviéramos no ya que prejuzgar, sino que juzgar cada acontecimiento cotidiano, y esto incluye los acontecimientos políticos.

Leer los apuntes de Arendt a la luz del “estallido de todos los estándares morales” que supondría la confirmación de que la ley de reforma laboral fue sancionada a cambio de sobornos en el Senado, abre ventanas para analizar la sensación de estupefacción con la que las noticias sobre esos hechos son recibidas: es una estupefacción lo suficientemente bien bañada de prejuicios, prejuicios que por épocas, en la Argentina, han sido abonados por quienes pretendieron decapitar la clase política, y prejuicios que en otras épocas es la propia clase política la que se encarga de seguir abonando con todos sus dislates.
Ante el escándalo, dos cosas son posibles: que hubo sobornos, o que no los hubo. Si los hubo, la confirmación de que el esqueleto de ese artefacto que es la política, las leyes, surgen en un recinto poblado de no pocos delincuentes, confirmaría el prejuicio de que nadie representa a nadie y de que este sistema es un moldecito de arena pero sin arena: está relleno de desechos. Si no los hubo, estaríamos ante una operación política de no menor gravedad: las internas en las que se debaten nuestros dirigentes sería en ese caso de un salvajismo tan extremo que incluyen ruletas rusas de este tipo.

Uno de los motivos, según Arendt, “de la eficacia y la peligrosidad de los prejuicios” reside en que “siempre ocultan un pedazo del pasado”. Los prejuicios surgen de un juicio que alguna vez tuvo un fundamento legítimo en la experiencia. Traumas sociales no saldados. Heridas que no cerraron. No son rumores, porque los rumores se desgastan a sí mismos. El prejuicio está anclado en el pasado, y en ese sentido da testimonio de algo que sucedió antes, de algo grave. Hace erizar la piel social y hace inclinar la opinión colectiva hacia la balanza que hace mucho o poco tiempo cayó por el peso de los hechos. La peligrosidad del prejuicio, en tanto, es que, por su misma eficacia defensiva, se adelanta al juicio y lo impide, “imposibilita tener una verdadera experiencia del presente”.

La Argentina tuvo un pasado trágico y está teniendo un presente sin luz. Las tropelías de la política que hace décadas –o años– permitieron asentarse a los prejuicios de hoy fueron sucedidas por catástrofes peores. Lo único que aparece deseable, en este marco, es un escándalo mayúsculo, una desnudez si es necesario obscena, que permita imponerle el juicio al prejuicio. Promover, acelerar esa refundación que también aquí hará estallar lo conocido, con sus vicios y sus putrefacciones, y permitirá formular de nuevo la pregunta: “¿Qué es la política?”. Acaso hallemos respuestas mejores que las de hoy.

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