Silvio y el café de ayer

Tenía veintidós años, esa edad de esplendor vivida en una hierba mal regada por los tiempos aquellos, feroces, aniquiladores. Escuché por primera vez a Silvio Rodríguez en plena dictadura, mucho antes de Malvinas, cuando nada hacía sospechar que el monstruo fuera a trastabillar. Lo escuché en un casete regrabado y pasado de mano en mano, y en general las manos que se lo habían pasado estaban acostumbradas a hacer play en otra cosa. Los sonidos acústicos no eran bien vistos entre los veinteañeros de esa época, madurados a dedo por el rock. La fe, por aquel entonces, se enchufaba.

A esa edad, y sin militancia política previa, yo asimilaba Cuba a Marte. De más está decir que no tenía nada en contra de los marcianos, todo lo contrario. Cualquier cosa exterior o ajena a la opresión cotidiana y al olor a muerte que se respiraba acá tenía que ser mejor. Pero la dictadura me ocasionaba perjuicios extraños, operaciones intelectuales delirantes. Juro que en mi idea de Cuba había siempre gente luchando, resistiendo, combatiendo, en fin, conjugando todo ese tipo de verbos. Cuba para mí era un país sin vida cotidiana, suspendido, congelado en las postales de Sierra Maestra o el asalto al Moncada. Nunca se me había ocurrido que en Cuba la gente se despertaba, se vestía, tomaba el desayuno, caminaba por la calle, saludaba al vecino, iba al trabajo. Nunca se me había ocurrido que esa gente tomaba café por la mañana, y después, si sobraba, lo tiraba. Y cuando escuché esa canción en la que Silvio Rodríguez se pregunta a dónde van las cosas de todos los días, las cosas amables y atroces que tiene el hogar, en la que se pregunta a dónde se ha ido el café de ayer, y si esas cosas acaso vuelven a ser algo o acaso se van, un rayo cayó sobre mi cabeza y me la partió, y ya nada, nunca, volvió a ser igual.

Empecé a escuchar otros versos perdidos que eran difícilmente audibles en el casete regrabado, y hubo otras revelaciones que no eran previsibles, que no eran de pancarta, sutilezas existenciales que me descolocaban. Cuando él cantaba, como cantó este martes en la Plaza de Mayo, que era un hombre feliz y que pedía que lo perdonaran todos los muertos de su felicidad, claro que se podían entender políticamente esas estrofas (así, entre paréntesis: qué enorme diferencia tiene el saldo deudor de los sobrevivientes de una victoria, cuando aquí nuestra perspectiva hacia los que quedaron en el camino siempre fue el desastre), pero cómo no escuchar que, además, cualquier conquista individual contiene derrotas ajenas, gente que no llegó a destino, elecciones que se dejaron de hacer.

Cuba entonces, con la oreja pegada al grabador, dejó de ser en mi precaria configuración de las cosas un país en el que la gente se lo pasaba haciendo la revolución machete en mano, alfabetizando y trabajando en las cosechas. Dejó de ser un espejismo en el que las consignas rápidamente eran devoradas por su propia y espesa consistencia –una consistencia que probablemente por una cuestión generacional a mí siempre me sonó parecida a la de un engrudo–, y empezó a ser también y sobre todo un lugar en el que una mujer se había perdido conocer la bella locura de su breve cintura debajo de un hombre, el lugar en que se afirmaba que los amores cobardes no llegan a amores ni a historias, que se quedan allí. El lugar en el que una catedral estaba sumergida en su baño de tejas, en él se ofrecía recompensa por información sobre un unicornio, el que alguien deseaba ser blanco de una luz cegadora, de un disparo de nieve, en el que alguien decía ojalá que no pueda tocarte ni en canciones. Y además, y me ericé cuando llegué a esa parte, en el que alguien decía patria y seguía hablando de amor.

Qué ocurrencia decir patria y seguir hablando de amor. Qué idea descabellada para alguien que como yo y como tantos otros había crecido en una patria huraña y maloliente, una patria dominatriz y sádica que no cobijaba, picaneaba. Que no daba, pedía. Que no hablaba, hacía señas a punta de fusil. No era una experiencia individual, ni siquiera argentina. Por esa época hice mi iniciático viaje al Machu Picchu (¡sí, lo confieso, yo también usé pulóver peruano!), y en un tren destartalado y con olor penetrante a frituras confluyeron en la misma canción, Ojalá, y en la misma añoranza por lo que jamás se había tenido, muchas voces jóvenes que hablaban una misma lengua, el castellano, pero salpicada por acentos chilenos, uruguayos, colombianos, venezolanos, bolivianos.

Llegué a escuchar mil veces, hasta romperlo, aquel casete regrabado. Me llegó a ser necesario, de verdad necesario. Era aire. Quería saber, escuchándolo, que la vida podía ser otra cosa, un viaje extraordinario a preguntas sobre las cosas ordinarias. Quería saber que era posible tomarse un café y quedarse pensando qué se hace de todas esas cosas que suceden y se esfuman, preguntarse adónde habrá ido el café de ayer, si acaso esas cosas vuelven a ser algo o acaso se van.

Después crecí y más tarde dejé de crecer, y me olvidé de Silvio Rodríguez hasta este martes, cuando volví a escuchar esa canción tan engañosamente inocente, Adónde van, y una avalancha de preguntas que dejé de hacerme se me vino a la cabeza. Y sentí en todo el cuerpo el soplido de esas letras que él escribe, y revivió una enorme gratitud, porque por ese hombre parco que casi ni saluda sobre el escenario supe, a los veintidós años, que una de las formas de la revolución es la poesía.

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