Miedo

Una sola vez en mi vida fui a una bruja. Se dice así, ¿no?. “Fui a una bruja”, como si uno no fuera a verla ni a escucharla sino a absorberla. Un modo de decir antiguo, que se arrastra en la mente desde hace siglos: ir a ella. Nunca me llevé bien con la new age en ninguna de sus formas, pero tenía que pecar. Me lo tomé como una pequeña e inocua excentricidad, y hasta se lo conté a mi analista, que, sospecho, creía en las brujas más que yo. Esa noche busqué la dirección con nerviosismo: la bruja atendía en un departamento de la calle Bartolomé Mitre. Cuando toqué el timbre y se abrió la puerta, vi a una mujer de mediana edad con una cara de gnomo exaltado. El lugar olía a incienso. Me hizo esperar. Todo era feo. Había ángeles de distintos tamaños colgando de las paredes descascaradas, la alfombra estaba quemada, la luz se filtraba por el mimbre de las pantallas, sonaba una música previsible, cuerdas y percusión oriental. Ella hablaba por teléfono. Tenía una voz finita y un acento ligeramente extranjero. Daba consejos velados: alguien, del otro lado, dependía de ellos.

Cuando me hizo entrar en su ¿consultorio? quise irme. El aire estaba espeso. Su mirada era oblicua. Había empezado el duelo sin que yo lo advirtiera. Sentada en posición de loto sobre esa alfombra sucia, expuesta a sus ojos celestes de conejo, fue que mi pequeña excentricidad empezó a parecerme un exabrupto. Ya era tarde.
Hizo preguntas que no recuerdo, nada preciso, como hacen las brujas. La única que conocí fue ésta, pero desde luego, si yo fuera bruja, haría preguntas vagas, tomaría nota de pulsos, rictus, temblores, brillos, opacidades, en fin, intentaría tender redes sobre una personalidad, no sobre una persona. Yo había ido, como casi cualquiera que va a una bruja, a que me dijera que iba a tener suerte en el amor. No pedía mucho. Datos sueltos, ambiguos, premoniciones inexactas, parábolas de bienaventuranza, eso esperaba. Eso esperamos. Un horóscopo amable, una corriente a favor, una palmada en el hombro. Eso solo esperamos.

Me tocó la bruja más mala de Buenos Aires. Había pasado una hora y yo ya estaba envuelta en sus miradas torvas, en el olor escandaloso, en la revulsión de esa alfombra sucia de angustia ajena. La bruja era malísima. Artera. Yo hubiese repelido, creo, hasta alguna sentencia adversa sobre dinero y amor, pero ella tomó otro rumbo. Me habló de mis afectos. Habló de maleficios terriblemente peligrosos. Detectó una tragedia familiar y se anudó allí para profetizar desgracias. Hacía silencios densos. Unía desastres pasados con desastres por venir y dijo, finalmente, que sobre mí pesaba un sino tan tremendo, que iban a ser necesarios unos cinco mil pesos para poner a una legión de aprendices de brujos a orarles a los ángeles.

Salí de ese departamento de la calle Bartolomé Mitre con pasos rápidos, marcados por el pánico, y con un papel en el bolsillo en el que ella había escrito una oración en esperanto: yo tenía, mientras conseguía los cinco mil pesos para comprar metales y alquilar a los aprendices de brujos, que repetir esa oración a un ángel de nombre extraño diez veces por día.Llegué a casa desesperada y sin poder todavía saber qué hacer. El impulso era rezarle al ángel y pedir plata prestada. Por suerte primero pedí sesión de urgencia con mi analista, que no descreía de las brujas, pero tampoco comía vidrio. Los siguientes diez días fueron de pesadilla. Yo sabía que la bruja era mala, pero no podía desandar el miedo. Me había expuesto a que ella tocara de mí lo más vulnerable. El mal de amores ya me parecía una payasada. Las profecías de la bruja habían arrasado con todas mis defensas. Como no contesté a los dos días, tal como habíamos quedado, llamó ella. Dijo que había hablado con su maestro, para que intercediera, porque mi caso era muy grave. Y me llamaba, dijo, para comunicarme que entre el maestro y ella habían decidido que me harían un descuento: con tres mil pesos y un poco menos de metales, estaban en condiciones de desarmar el sortilegio.

Y ni aun así, ni aun con sus ominosas maniobras a la vista, yo podía alejar el miedo. El miedo paraliza. Corroe. Destruye la capacidad de reaccionar. El miedo nos hace fascistas. En aquellos días, yo hubiese ordenado un pelotón de fusilamiento para todos los demonios que sobrevolaban sobre mi casa. Mientras discutía con mi analista qué iba a hacer (llegamos a evaluar la posibilidad de reunir el dinero y pagarle, aun sabiendo de que todo era un embauco, porque en ese punto lo que tenía que pagar no era un exorcismo sino el precio de un error: yo tenía miedo real), rezaba. Rezaba en esperanto a un ángel de nombre complicado, sintiéndome ridícula, patética y extraviada, pero el miedo hace eso, extravía, confunde. Me encerraba diez veces por día en el baño, y rezaba.

Cuando ella llamó por segunda vez para decirme que había hablado nuevamente con su maestro, y que visto y considerando la gravedad de mi caso, iban a hacerme otro descuento, cayó la ficha. Sus poderes valían entonces, dijo, mil quinientos. Quise mandarla al carajo, pero no pude. Siempre quise ir a gritarle en la cara que era una mala persona y que se iba a ir al infierno, pero no pude. El miedo tiene eso. Inocula. Intoxica. Desarma.

Me acordé de esa bruja en estos días, porque hay tanto miedo dando vueltas. Los comunicadores se han vuelto brujos que profetizan calamidades. La televisión, la radio, tocan a cada instante esos núcleos de pánico que nos descontrolan, esos puntos álgidos de cada uno, esos territorios íntimos que si son vulnerados nos vuelven bestias, reclamadores compulsivos de cualquier tipo de medidas que nos amparen. Están tocando ahí, en esos talones de Aquiles sobre los que no tenemos reflejos. Saben dónde tocar, como sabía esa bruja, que era más mala que loca, y que estuvo a punto de hacerme pagar, aunque yo no creía en ella, mi propio rescate.

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