Pandemia, pandemia, pandemia. Uno no puede dejar de escuchar un morbo mediático en la reiteración de la palabra que describe la globalización por otras vías. Hay un estallido generalizado de símbolos. Se derrumba un sistema político y económico que tenía al individuo como eje, y ataca al mundo en forma de pandemia un virus mutante que supo de vuelos y estiércol y que presenta la forma de una simple gripe. Pero el primer efecto de la pandemia es eliminar las simples gripes. Ya no las hay. Cualquier calentura es señal de alarma. Las personas son interceptadas en los aeropuertos en busca de información sobre su organismo. Y desde México, donde se juegan partidos de fútbol “a puertas cerradas”, también llega la noticia de las telenovelas sin besos. Nuestro mundo se está modificando.
No es que uno crea en las enfermedades de diseño, sobre las que ha visto unas cuantas películas norteamericanas. Ni que participe de posiciones conspirativas que imaginan a diez personas decidiendo en secreto algo que cambiará incluso (y sobre todo, como es costumbre, que eso no cambia) nuestras vidas periféricas. Pero justo en el momento en que la economía real hace revisar el ideario neoliberal que condujo al desastre, un ideario posneoliberal asoma en el único otro punto más sensible que la economía: la salud.
El posneoliberalismo está pronto a adquirir nuevas formas, porque va de suyo que embriona, y se diría que no se llamará así, que es muy pomposo. Podría llamarse, por ejemplo, Política de Manos Limpias, no porque deje atrás su intrínseca corrupción, sino porque hará eje en la desinfección obsesiva del espacio público, que de todos modos dejará de usarse, ya que cualquiera puede tener fiebre, y es más: cualquiera puede estar incubando fiebre. ¿Cuánto apostamos a que las señoras caceroleras serán las primeras en enchufarles barbijos a sus mucamas, que llegan desde el suburbio? No puede uno imaginarse, si la pandemia sigue siendo pronunciada con tanto énfasis y excitación, lo peligrosos que serán todos y cada uno de los pasajeros del transporte público. Es que es el aire que media entre uno y otro ser el que contiene la peste. Es que ya no es conveniente aproximarnos.
Escucho a un sanitarista hablar de “planes de contingencia”. Claro, la maldita contingencia. Es aquí cuando debería intervenir el Chapulín Colorado, pero bueh, es mexicano. La contingencia es algo de lo que siempre escapamos, algo que preferimos creer que no existe, un fantasma. La civilización que se globalizó y llevó sus hilachas virtuales a los lugares más lejanos es una civilización cimentada en la idea de que todo puede preverse y planificarse. Pero paradójicamente, esa civilización que vende imágenes de gente segura y tranquila se asienta en un sistema de explotación de un planeta que da probadas muestras de cansancio.
En las telenovelas mexicanas los amantes ya no se besan, y es posible presumir que si la pandemia pasa del grado 5 al 6, como se indica una y otra vez en los noticieros, los bunkers antiaéreos de este nuevo desastre serán unipersonales. Cada criatura aislada en su propio cuerpo. Cada uno cuidándose de las cosas terribles que pueden salir del cuerpo del otro.
Justo cuando un modelo político y económico basado en el más encarnizado individualismo se fractura y deja ver sus intestinos, el sistema sanitario mundial se pone en alerta por la peste que nos vuelve a todos Michael Jackson, todos un poco chiflados sospechando de la tos del vecino. No es que uno crea en las enfermedades de diseño, pero qué justo.