Florence Owens Thompson nunca llegó a decirle su nombre a la fotógrafa Dorothea Lange. Corría 1936. Lange y su segundo marido, el economista de Berkeley Paul Schuster Taylor, trabajaban para una oficina creada por el presidente Franklin Delano Roosevelt: la Oficina de Administración de Seguridad Agraria. Ya iban dándole forma a lo que sería su célebre obra en común, Un éxodo americano. Un record de erosión humana. Los textos pertenecen a Taylor y las fotos a Lange. Así trabajaban. Así se habían ena-morado. El le había cambiado la vida a ella, sacándola del estudio y llevándola a los campos. Y ella tomó las fotografías que se convertirían en iconos de La Gran Depresión, entre ellas la más difundida, Madre migrante. Florence Owens Thompson, la madre retratada, tenía 32 años y siete hijos cuando el auto que llevaba a Lange y a Schuster Taylor pasó por el campamento en el que esa madre estaba refugiada con sus hijos hambrientos.
En la foto, Florence mira el horizonte, esquiva la cámara, mientras dos de sus hijas, con sus melenitas carré sucias y despeinadas, hunden sus caras en los hombros de su madre, una de cada lado, en una composición que comunica lo que estaba pasando alrededor: todo era polvo y viento y hambre y camino hacia el oeste. Estaban escapando de las llanuras, junto a otros cientos de miles de campesinos y granjeros acorralados por la crisis del ’30 y el Dust Bowl, una histórica tormenta que duró meses y que arrasó miles de kilómetros con todo lo que había en ellos. Sólo quedaban cuerpos migrantes luchando contra el viento y avanzando hacia el oeste. Fue en el campo de Nipomo, California, cuando Lange, al volante del auto en el que iba con su marido, decidió pegar la vuelta y visitar esa tienda.
“Vi y me acerqué a la madre, famélica y desesperada, atraída como un imán. No recuerdo cómo expliqué mi presencia o mi cámara, pero sí recuerdo que no me hizo preguntas. No le pedí su nombre o su historia. Ella me dijo su edad, que tenía 32 años. Me dijo que habían vivido de vegetales fríos de los alrededores, y de pájaros que los niños mataban. Acababan de vender las llantas de su auto para comprar alimentos. Ahí estaba sentada, reposando en la tienda con sus niños abrazados a ella, y parecía saber que mi fotografía podría ayudarla. Había una cierta equidad en esto”, dijo muchos años después Dorothea Lange, aunque Madre migrante causó tal revuelo en todo el mundo, especialmente en Estados Unidos, que otros rastrearon después quién era esa mujer altiva en su desgracia, ajada por el viento, soportando con la columna vertebral el hambre de sus hijas. Era Florence, que salió a la luz.
Dorothea, por su parte, que pasó a la historia como una de las grandes fundadoras del fotoperiodismo, precisamente por su obra sobre los campesinos y granjeros del Medio Oeste a los que la hambruna de los ’30 empujaba hacia el Oeste, no incluyó en su libro con Taylor la foto de Florence. Se había popularizado mucho. Se había, de alguna manera, estetizado. La obra que ambos hicieron, contratados por el gobierno de Roosevelt, viajando, documentando y describiendo durante seis años la extrema pobreza rural de campesinos e inmigrantes, había revelado un tipo de indigencia que los Estados Unidos no sabían que existía en su propio territorio. Era parte de la contradicción del capitalismo de entonces, que Roosevelt quería enderezar con un nuevo tipo de Estado, desconocido hasta el momento. Los granjeros estaban siendo perjudicados no sólo por la baja en un 60 por ciento del precio de la producción agraria, sino también por las nuevas tecnologías, que demandaban menos mano de obra, y por el corrimiento de las fronteras de los cultivos, debido a la sequía. El impacto de las fotos fue muy fuerte. Era más fácil no hacerse cargo de lo que no se veía. Hubo una sinergia histórica, podría decirse: ya era bueno que una oficina gubernamental, precisamente, encargara semejante documento, para dejar un testimonio de esa hambruna que más de un gobierno hubiese preferido ocultar. Pero además de encargárselo a un economista de la Universidad de California con prestigio ya ganado, como era Schuster Taylor, quiso el azar que la esposa del economista no fuera una simple señora que sacaba fotos, sino Dorothea Lange.
Dorothea no había tenido una vida sencilla. Una poliomielitis la marcó de por vida y le provocó dolores muy fuertes durante mucho tiempo. Su padre había abandonado el hogar. Ella abandonó el apellido paterno, Nutzhorn, para dejarse Lange, el de su madre. Apenas entrado el siglo quiso estudiar fotografía. Era raro, pero pudo. Lo hizo en el estudio de Clarence White, en Nueva York, una celebridad de las fotos sociales y los retratos. Unos años más tarde ella montó su propio estudio, muy joven, en San Francisco. Tuvo éxito repentino. Se había casado con el pintor Maynard Dixon, que tiene su propia historia. Pero en 1935 conoció a Schuster Taylor y también conoció el mundo en el que él se movía. Era un académico, pero hacía años que recorría los extensos territorios de granjeros quebrados, deprimidos y migrantes. Ella se divorció de Dixon y se fue con Taylor, cerró su estudio y comenzó a registrar con su cámara las imágenes más desoladoras de la Gran Depresión, esquivando permanentemente el golpe bajo. Lange supo mirar para documentar una realidad que hablaba por sí misma, sin necesidad de un autor. En sus fotos hay –o en todo caso es su arte el que crea esa ilusión– más del retratado que del fotógrafo. Uno mira y le agradece a Lange haber estado ahí.
Con ese trabajo ambos cobraron notoriedad y prestigio, pero volvieron a desa-fiar lo invisible, haciéndolo visible, en 1941, también por encargo oficial, con otro documento extraordinario. Entre 1942 y 1944, durante la Segunda Guerra, Dorothea y su marido documentaron el trato que les dieron los Estados Unidos a los nisei, los ciudadanos estadounidenses de origen japonés, después del ataque a Pearl Harbor. Más de 120.000 personas, hombres, mujeres, niños, fueron confinados durante esos años a campos de prisioneros dentro del territorio de Estados Unidos. Las imágenes son pavorosas y se mantuvieron en secreto durante décadas.
En cuanto a la Madre migrante, hace poco tiempo una de las niñitas hijas de Florence, que en la foto hunde la cara en el hombro de su madre, dio una entrevista. Con más de 70 años, Katherine McIntosh mostró algunas otras fotos familiares posteriores a la Gran Depresión. En ellas se ve a Florence y a su familia ya repuestas de la calamidad, bien vestidas y sonrientes en un cumpleaños. El periodista que la entrevistó le preguntó qué mensaje le daría hoy ella al presidente Barack Obama. Katherine, icono norteamericano al fin, como su madre, mucama toda su vida, respondió: “Le diría que siempre gobierne pensando en la clase media”.
Muy bella e impactante historia .
Gracias por hacerla visible.
Cumplis con tu visión profética de estar adelantada a lo que sucederá .
Nos señalas los nuevos vientos que soplaran, que mucho me temo serán tormentosos y furiosos .
Gracias