Hoy me toca salir. En el asiento del acompañante tengo preparados: barbijo, alcohol en gel y el celular con el permiso de circulación por causas excepcionales. Atrás, una bolsa con una campera roja de lana abrigada, otra bolsita de remedios y el bolsón de pañales. Voy a
visitar a mi mamá, internada con demencia senil en una residencia, cuarenta kilómetros al sur. Tengo que ir desde Suardi, en la provincia de Santa Fe, a Brinkmann, en la provincia de Córdoba. Cada jurisdicción con requisitos propios.
Pongo reversa hasta llegar a la calle y pienso que es mejor dejar el celu en la captura de pantalla del formulario que saqué el mes pasado. Cuando lo abro, leo en la parte superior: “VÁLIDO POR 48 HORAS”. Nunca vi que tenía esa aclaración. ¡Y eso que estaba en mayúsculas!
En dos segundos me decido. Voy igual. Nuestra zona es blanca, blanquísima. Jamás tuvimos un caso de coronavirus. Además, hace más de un mes que no veo a mami y conseguí un turno de visita con horario estricto.
El día está horrible: helado, ventoso y con llovizna fina. Gris. Llego al primer retén, a la salida de Suardi. Registran todos los datos: nombre, apellido, número de teléfono, patente del auto, lugar de destino, motivo del viaje. Las chicas que escriben tienen frío aunque están abrigadas como si fuera Siberia. Una de ella me sonríe con los ojos (es lo único visible de la cara) y me dice “¡Hola Alicia!”. Le respondo el saludo con una sonrisa grande pero no me animo a decirle que no sé quién es. Cada vez tengo más lagunas de identificación con este asunto de los barbijos. Me dice que siga y me advierte que un poco más adelante está el
próximo control.
Tomo la ruta y a los diez minutos veo desde lejos que hay móviles policiales. Es la frontera del cambio de provincia para ingresar a Córdoba. No hay nada que la distinga particularmente, solamente un lomo de burro que brotó en el límite, producto de la diferente
estructura de los pavimentos. Y también un cartel, cuando se circula de sur a norte, que avisa: “PELIGRO. A 100 METROS, RUTA DETERIORADA”. Un chistoso, hace años, le borró la patita a la
R. Ninguno de los gobiernos de turno lo ha corregido. Diría que ya es histórico y lo tomamos como referencia. Me detiene la policía provincial santafesina. Son tres hombres. Se los nota relajados en su vestimenta verde seco. Un agente, el más joven, se acerca y me pregunta por el destino y el motivo del viaje. Tiene la cara descubierta, la mirada franca. Parece que el frío no lo afecta. Mira hacia adentro del auto y ve los pañales de PAMI instalados en el asiento trasero. Un salvoconducto, sin duda, porque de inmediato me dice:”Adelante”
Ya estoy en territorio cordobés. Ocho kilómetros más, y a lo lejos, luces azules y conos naranjas. Cuando me aproximo, son los típicos móviles de la caminera. Siempre se instalan debajo de la hilera de eucaliptus. Es el lugar habitual de las multas. Pero me sorprende, porque no los había visto desde que se inició la cuarentena. Los agentes tienen uniformes azul oscuro y armas. En sus cabezas, lo único que llevan al descubierto es una franjita de piel con ojos. El cerebro va más rápido que la lógica y me siembra la duda: ¿me paran para controlar o para asaltarme? Tienen toda la pinta de un grupo comando.
Y así como un flash, sin aviso, llega el recuerdo de una mañana fría, cuando iba al secundario en tiempos de los militares. Nos hicieron bajar del colectivo en medio del recorrido, en la carretera. Estaba amaneciendo. Salimos del interior calefaccionado a pisar los yuyos
mojados. Nos pusieron en hilera, uno al lado del otro, dando la espalda al micro y mirando hacia el frente. El oficial a cargo pasó pidiendo los documentos y comparando nuestros nombres con los que tenía escritos en un papel. Me acuerdo que era la hoja rayada de un cuaderno. Los subalternos estaban a unos metros, en la banquina, enfrente de nuestra fila con las armas apuntando al piso pero alertas. No sentí miedo porque esos soldaditos eran apenas dos años mayores que yo, hasta a alguno lo conocía del secundario, aunque el FAL los hiciera ver poderosos.
Bajo el vidrio para esperar la pregunta.
-Me permite el carnet de conducir, por favor.
Hace tanto que no lo exhibo, que lo tengo mezclado con todas las tarjetas de diferentes promociones. Saco la de COTO, la de GRIDO y la de la Mutual. Sé que la licencia tiene un borde azul. Termino desparramando todo en mi falda. Aparecen dos cédulas pegaditas. El policía de turno es alto, macizo. Está bien cerca de mi puerta. Con voz impaciente, casi de mando, desde afuera dice:
-¡Esa!- señalando la que sale al final, cumpliendo una de las leyes de Murphy.
Se la alcanzo, la lee y observa algo en la parte trasera del auto. No sé qué busca exactamente. Me quedo tranquila a medias. Al cabo de unos segundos me la devuelve y me da vía libre.
Por la radio voy escuchando que en una ciudad grande abrieron bares y restaurantes.
Están entrevistando a un mozo que cuenta su vivencia del primer día.
-Aquí estamos respetando el protocolo a rajatabla. Tenemos alcohol en gel en cada mesa y tensiómetro para medir la temperatura de cada cliente que llega…
Se me escapa una sonrisa.
Ingreso a la ciudad de Brinkmann. Ya es el último retén. Vuelvo a frenar. Hay siete autos en espera. Mientras estoy detenida, recuerdo que hace unos días a mi amiga la hicieron bajar a la banquina porque el termómetro láser marcaba 37.8 grados. Paso la calefacción de
veinticuatro a dieciocho y dirijo los ventiladores con toda su fuerza hacia mi frente. Otra vez hay que dar todos los datos. Aquí no hay uniformes. El agente municipal es joven y muy amable. Por suerte, no me pide el certificado. Apunta a mi frente con el láser, registra el valor en su planilla y me deja seguir. En voz bajita digo: “gracias pañales”.
Continúo por la calle principal mirando de reojo la panadería sobre la derecha. A la vuelta voy a parar a comprar torta de naranja y chocolate. Y chipás si todavía les queda alguno. Todo lo que fabrican en ese lugar es riquísimo. Un poco más adelante, la plaza con su fuente de chorros bailarines, ahora apagada. Y la heladería donde solíamos traer a mami para el cucurucho con sabor a manzana verde, su preferido. Con las cortinas de blackout bajas. Después del segundo semáforo, giro a la derecha cuatro cuadras. Ochenta metros más hacia la izquierda. Llegué.
El viento sur me golpea cuando bajo. Como un entrenamiento para los puñetazos emocionales que me esperan adentro. Atravieso un arco con sensor que tira agua con amonio cuaternario. Desinfección obligatoria porque los viejitos son vulnerables. Esa lluvia casi microscópica me moja las orejas y se combina con el aire helado. No es precisamente una entrada triunfal.
Me dejan esperando en el patio interno, está prohibido el ingreso. Mesas redondas y sillas vacías, pero todo impecable como siempre. Luna, la perra, pasea entre las patas de madera con mirada tristona. En primavera y verano es uno de los lugares preferidos para sentarse, rodeado por jazmines, palmeras, y un poco más lejos rosales y dalias. Pero ahora es una postal de desolación.
La traen a mami muy bien abrigada. Tiene puesta la campera marrón que le regaló mi hermana. Y las botas nuevas. Se le iluminan los ojos celestes cuando me ve. Aunque yo tengo el barbijo, de lejos sabe que soy familia. No me importa que no se acuerde de mi nombre o de que soy su hija mayor. Mesa de por medio, creamos un puente de cariño invisible porque no podemos abrazarnos, ni siquiera tocarnos las manos.
Le muestro unas fotos en el celular pero a los cinco minutos tiene frío, quiere ir adentro a su sillón favorito. No entiende por qué me
niego a acompañarla. Abre la puerta corrediza y se mezcla con los demás en el ambiente tibio.
Me voy. Casi huyendo. Es la primera visita tan breve. Me consuela un poco, al pasar por la ventana, verla de espaldas conversando con su vecina de silla. No se da cuenta de que me estoy yendo. Quizás tampoco se acuerde de que fui a verla. Atravieso el arco-rociador otra vez. Me lleva unos minutos tranquilizar la mente y el galope del corazón. Me cuesta irme. Hoy no fue como cualquiera de las otras visitas.
Cuando me acerco al retén para salir de la ciudad, justo han cambiado el personal. En vez de hacerme señas para que pase directamente, el hombre instala el cono naranja en el medio, justo delante de mi coche, con un gesto hosco. Quizás esté cansado de pelear contra el viento gélido. De nuevo las preguntas controladoras y ahora no tengo ningún paquete salvador. Pero me cree y no pide el certificado.
Quiero llegar y encontrarme con mi familia. Ya no está la policía caminera ni la provincial. Paso de largo por el acceso para ir hasta la rotonda, enfrente de la estación de servicio, donde está el monumento de bienvenida. Siempre hay flores alrededor, en julio le toca a las petunias. Doy lentamente la vuelta para que el auto pase por el arco que tira agua con lavandina diluida. Me pregunto si el tiempo no se les hará eterno a los empleados que están en la carpa controlando el rociador… En esa U del retorno dejo a mi derecha el cartel que hermana a Suardi con Piscina, una ciudad del Piamonte italiano.
Me detiene nuevamente la empleada municipal de los ojos sonrientes. Como disculpándose dice: “Alicia, tengo que tomarte los datos otra vez…”. Es una pavada, pero no me animo a preguntarle su nombre. Cuando me toque salir la semana que viene quiero poder devolverle el saludo personalizado.
Entro a casa deseando que el próximo viaje sea bajo un cielo sin nubes, en una ruta sin controles, en un encuentro de besos y abrazos.
Es maravilloso cómo escribe Alicia De la Fuente . Es sumamente entretenida . El relato de su historia es apasionante .
Me agradó mucho .
Qué pluma ! Tuve la sensación de viajar en la butaca de al lado de Alicia De la Fuente. Gracias.
Una gran cronista.
Una genia! Y todo real, me consta!!
Un lagrimon… te imagine yendo a ver a tu mami… unos minutitos que valen oro. Te quiero mucho!!
Felicidades! Me encanto y me cautivo!
Felicitaciones Alicia por el relato! Está divinamente contado y transmite con fidelidad la realidad cotidiana.
Hermoso relato profundo emocionante una vez más Alicia ! Genial !