Hace dos años el país se enteraba masivamente de la existencia de la Pu Lof Cashumen, una comunidad mapuche enclavada cerca de donde ahora el norteamericano Lewis, que suele hospedar al Presidente, tiene sus enormes tierras. Santiago Maldonado, un joven antisistema que vivía y trabajaba como artesano en El Bolsón, conocía a sus miembros y se solidarizaba con ellos en un corte de la ruta 40. Esa comunidad y esa latitud precisa del mapa argentino adquirió triste relevancia cuando se supo que habían ido gendarmes a reprimir esa protesta, cuando se vieron videos donde quedaba claro que habían ido a apalear y balear, y cuando horas más tarde también trascendió que faltaba Santiago Maldonado. Que no aparecía. Que testigos habían visto cómo algunos gendarmes lo habían interceptado y subido a un camión de la fuerza. Más de setenta días más tarde apareció su cuerpo, en un lugar ya rastreado varias veces, con poca profundidad de agua y con su DNI y sus billetes en perfecto estado en el bolsillo de la campera adentro de la que el cuerpo de Santiago yacía ahogado.
Para ese momento la gendarmería ya había asesinado por la espalda a un joven mapuche, Rafael Nahuel. Aquellos días fueron un punto de inflexión en la política represiva del macrismo, comandada por Patricia Bullrich. Lentamente, esa fuerza que parecía política y era en rigor una unidad de negocios que había que hacer a toda costa e incluso por sobre el derecho a la tierra, a la salud y a la vida de los demás, viraba de los peloteros y la exhibición de su banalidad, a la exhibición de los dientes apretados del verdugo. Desde entonces el gobierno ya no escondió ese gesto monstruoso, todavía lo conserva: han seguido comprando armas, han seguido felicitando a policías que matan por la espalda, han consentido linchamientos a quien alguna turba consideraba culpable de algo.
Hoy no sólo recordamos a Santiago en este segundo aniversario. También marcamos en el calendario cuánto tiempo hace que vivimos con miedo, porque el terror tiene esa forma: no hace falta hacer algo en especial para correr peligro. El límite entre lo que se tiene derecho a hacer, y lo que puede ser pagado con la falta de la libertad o la pérdida de la vida es lábil, es movible, es ambiguo. Y ellos no se detienen porque hasta parecen gozar de esas demostraciones de fuerza criminal. Ahora que Bullrich pretende que los jóvenes que no están contenidos por el sistema –los mismos que ellos expulsan del sistema diariamente – sean “entrenados” por la Gendarmería, ahora que Bullrich ha sido capaz hasta de decir que “Gerdarmería está mejor vista por la sociedad que la escuela pública”, llega el momento de volver las cosas a su lugar. Bullrich tampoco respeta a la Gendarmería -43 de sus miembros murieron apenas empezó este gobierno en un accidente,
mientras acudían a Jujuy para reprimir a la Tupac Amaru -, ni a la Armada, que perdió 44 integrantes en el caso del submarino sobre el que el gobierno no dio explicaciones y a cuyas familias humilló descaradamente. Los necesitan para que maten o peguen a quienes podrían ser sus propios amigos, sus parientes, sus vecinos. El macrismo pone a pobres armados contra pobres desarmados. Todos son parte de una misma clase, que sobra.
Santiago Maldonado es el nombre del joven cuya imagen ya es icono de la fuerza bruta y asesina pero también del cinismo sin fin de este gobierno. Las mentiras que dijeron sobre su suerte, los vaivenes escandalosos que hubo en la causa, las pericias mendaces, las campañas injuriosas en contra de la víctima y hasta las amenazas a su familia, nos deletrean una vez más lo que significa Macri. Toda la oscuridad entra en su nombre.