Fui a ver Tibio, la obra de Mariano Saba, en el teatro Moscú. Y volví a sentir ese flujo intraducible del hecho dramático. Un acontecimiento que es capaz de movilizar el tejido de lo que somos en su lugar de vulnerabilidad.
Volver así al teatro es recuperar un hecho cultural intransferible. Volver a dialogar con esa complicidad corporal que rompe con las interferencias y que nos invita a interactuar en silencio con su tracción a sangre. Con su capacidad inmensa para ingresar en la singularidad de una imaginación fragmentaria y múltiple.
El Teatro tiene una particularidad arrasadora cuando logra perdurar (y superar) la conjetura inicial de la creencia, Cuando no te deja escapar. Cuando te hunde en su atmosfera y rodea de sentido: en esas oportunidades concedemos y participamos del suceso. Nos atraviesa. Nos invoca. Nos sacude.
Eso me sucedió con Tibio. Y no pasa muy a menudo. Solo en ocasiones puntuales cuando somos superados por un clima de reciprocidad escénica. Fui trasladado a un territorio en el que cada movimiento del profesor Joaquín Rodríguez Janssen –interpretado magistralmente por Horacio Roca– enunciaba la angustia de la vacilación. Eso que, de alguna u otra manera, nos señala la memoria en algún momento de la vida.
Pero Janssen es capaz de decirlo. Nada menos. E incluso puede dialogarlo con la Niebla que propone Miguel de Unamuno para articular dos órdenes que se presentan alternos 8realida/ficción) pero que conviven y se articulan. Janssen no solo lo enuncia. También lo vomita.
Si la ternura es la compasión sobre toda forma de existencia, Tibio nos ayuda a develar su doloroso y melancólico ritmo. Nos invita a conocer su esqueleto. Hace de su rememoración un homenaje valiente a los grises que nos circundan: la indecisión, la cobardía, la náusea de lo que a veces fuimos o pudimos ser.
Pero también nos convoca a lo sanador que supone redescubrirnos en el coraje. En eso que también puede irrumpir cuando la oscuridad se empeña en gritar “Viva la Muerte”.
Es que el viejo y cansado Unamuno pudo –entre sus idas y vueltas– plantarle cara al espanto. Logró advertir que –a pesar de las contradicciones y las incoherencias– uno siempre puede repatriarse, recuperarse, redimirse.
Somos ese pasado. Esa mezcla de grises tibios y a veces atragantados. Pero también podemos ser ese inmenso presente del 12 de octubre de 1936, en el paraninfo de la Universidad de Salamanca,
La Historia y el Teatro son dos territorios de redención. Sostienen paréntesis cromáticos. Construcciones que escupen sus miedos e incluso sus cobardías en el espejo o en la cara de la vileza. Los biógrafos más lúcidos saben (aunque no se animen a repetirlo) que todos somos Janssen. La cuestión de fondo es en qué medida. Con que periodicidad y con qué ritmo. Y si somos –o fuimos capaces, alguna vez– de exorcizar sus efectos.
En “La milonga de Jacinto Chiclana”, Jorge Luis Borges –que no se caracterizó en su vida por su arrojo–, dejó escrita una estrofa útil para anunciar los espectros posibles y necesario de una osadía que Janssen, a pesar de sí mismo, nos reclama.
Entre las cosas hay una
de la que no se arrepiente
nadie en la tierra. Esa cosa
es haber sido valiente.
Moscú teatro
Juan Ramírez de Velasco 535, C.A.B.A
(011) 2074 3718
info@moscuteatro.com.ar
Sábados 19hs
Dramaturgia: Mariano Saba
Actuación: Horacio Roca
Vestuario: Paola Delgado
Escenografía: Paola Delgado
Diseño de luces: Ricardo Sica
Diseño De Sonido: Pablo Sala
Operación de sonido: Pablo Sala
Voz: Demián Velazco Rochwerger
Fotografía: Melina Frezzotti, Mariano Martínez
Diseño gráfico: Melina Frezzotti, Mariano Martínez
Asistencia de dirección: Mariela Selicki
Dirección: Mariano Saba
Extraordinario
El final con Borges , apoteotico .
Era muy inteligente ese hombre .