Escondido en esos brindis que claman a su estrella lo que no debió sernos esquivo.
Advertido de esta lágrima que pide abalanzarse a su balcón de rocas, a su mar de inmensidad y a su recóndita memoria lastimada.
Presente en todas las nochebuenas en las que late el sístole cardíaco del que duele, del que sufre, del que está solo y espera.
Abrazado al cartonero que recibió la camiseta de la selección nacional el día del triunfo argentino.
En desafío perpetuo a unos magistrados que son receptores indudables del apotegma talmúdico: “Desgraciada la generación cuyos jueces deban ser juzgados”.
Ilusionado con las fiestas de esos pibes que sueñan con ser Lionel y divisan su debut en la selección de una lágrima que cae de las mejillas de sus madres.
En mateada de presos en una jornada previa a ser liberados un 24 de mayo de 1973.
En la búsqueda compartida del nieto 132 para gloria de una memoria que recobrará los ritmos de su verdadera alegría.
En sutil atajo de activismos militantes dispuestos a recuperar imágenes de esas 30 mil vidas.
Comprometido a un verbo que se pronuncia con el fuego del audacia y el filo de la compasión.
Armado de toda fortaleza capaz de ser añadida a una verdad de enterezas y bellezas.
Con el certeza de ser arriero de una intensa vocal gutural, abierta a lo que alguna vez soñamos.
En diálogo permanente con lxs reservadxs laburantes del mundo, que hacen de su vida una pormenorizada secuencia de gestos fugaces e imperecederos.
En obstinada refriega contra la mercantilización de los días y su intención de mugre vital.
Atravesado por el clamor de una América Latina que insiste en hacer Grande su Patria.
Repitiendo el mantra messiánico y rosarino que desafía a la soberbia con el simple y lúcido signo de “bobo”.
En vigilia de los movimientos oscuros de quienes preparan su terrenos para la apropiación de los huesos, sus horas y sus días.
Con el amor como trinchera, en paz con los tiernos y en hostilidad perpetua con los crueles.
Abrazado a mis hermanxs: tanto en Bangladesh como en el pueblito más humilde de la Puna.
En conflagración palmaria contra la falocracia del patriarcado, siempre emperifollada de falso coraje y secretos cobardes.
En paz con la melodía benévola del perro que nos mira desde el centro de su enigmática comprensión insondable.
En la luz del rostro del pibe que anhela oportunidades de sol después de haber sufrido los cuatrocientos golpes.
En el enigma de todo lo que vivimos, sin haber logrado sujetar cada uno de sus bellos instantes.
En promesas de bellezas instaladas en esta fila de nombres entrañables, cuyos rostros vuelven –insistentemente—con epígrafes de cánticos y risas.
En paz con los que levantan al caído y en tirria con quienes hacen de su ombligo el centro de su único planeta.
Con los rostros de mis viejos inscriptos, de forma intacta, en el circuito que perfilan mis años.
Desde este punto cardinal de la ternura armada: Feliz nochebuena y mejor navidad.