En las últimas décadas se ha avanzado en materia de perspectiva de género más que nunca antes. No es una palabra: es un paradigma. Desde la Cumbre de Beijing del 95, ese paradigma fue abriéndose camino, y aunque ya había estudios de género antes, se intensificaron en todo el mundo.
En el ’95, lo normalizado era que, no sólo en el habla común y corriente, sino también desde las instituciones y los medios de comunicación, se hablara de sexo: femenino o masculino. Lo que hoy entendemos claramente por género le abre la puerta a la diversidad que no surgió con la incorporación de la perspectiva de género, sino que ya estaba ahí, igual que las mujeres, conviviendo con las limitaciones, la violencia, la humillación, la desigualdad, los abusos, la invisibilidad, la injusticia.
No se puede mostrar una foto: la historia de cualquier fenómeno social y político tiene un desarrollo, un contexto, una evolución o involución. En la época de la Cumbre de Beijing, ya había femicidios a destajo, como siempre los hubo, y violencia a la que se llamaba “doméstica” –y eso encubría la idea que puertas adentro cada jefe de familia resuelve sus problemas como quiere, incluso rompiendo costillas–.
Poco después comenzaron las masacres de jóvenes empleadas de las maquiladoras en Ciudad Juárez, en México, cerca de la frontera. México era entonces un narcoestado viento en popa, siguiendo las recetas de Washington para “combatir el narcotráfico”. Esos asesinatos fueron seguidos por estudios teóricos feministas que empezaron a dejar la academia y poco a poco, en un proceso global, se acercaron y dejaron el protagonismo a las víctimas directas de la violencia, que eran las mujeres, todas, en todos los países, en sectores de todas las tendencias, en todas las clases sociales, y surgieron los feminismos populares. Hoy son un nuevo sujeto histórico y social revulsivo para los cimientos sobre los que están estructuradas nuestras sociedades. La teoría es peligrosa cuando la abraza la calle.
Hoy la violencia no mermó. Estamos en un punto en el que dos fenómenos que no necesariamente confluyen siguen por un lado asesinando y por el otro arrimando una amenaza que es urgente visibilizar: el primero es la reacción defensiva y revanchista de una sociedad patriarcal que se resiste con uñas y dientes a ceder su jerarquización de género.
Por el otro, a nivel global y nacional, las nuevas ultraderechas vendrán con ese objetivo en mente, junto a otros igualmente regresivos y antipopulares: querrán volver al rosa y al celeste. A la genitalidad como definición de todo lo otro que somos varones y mujeres y que no encaja en los atributos que han sido y son fórceps dolorosos. Hoy reclamamos más perspectiva de género, pero no podemos perder de vista que la lucha política es imprescindible para frenar el avance de quienes pretenderán cortar de cuajo el vasto universo que hace veinticinco años nos abrió una palabra, género, gracias a la que millones de mujeres comprendieron que no existe “la mujer” tal como la sueña la heteronorma, sino mujeres, disidencias, mixturas, combinaciones, y todo lo que surja de la conquista del deseo.