Uno se cansa. Imagina que hay muchos otros cansados de estar todo el día con la guardia alta, discutiendo, indignándose. La crispación de estos últimos días llegó a ser insoportable. Los adjetivos que se tiraron sobre la mesa fueron pesados y, sin embargo, muchas veces no llegan a designar ni todo el desprecio ni todo el enojo. En unos, en otros. Algo está salido del lenguaje en este proceso político que vivimos, y que tendrá su balance mañana.
Quizá se trate de eso. Incluso el cansancio. Quizá lo que cansa tanto es no comunicarse. Como sociedad, como conjunto, no hemos llegado a la instancia fundamental de la comunicación. La polarización es una de las cosas que más rápido y mejor nos salen. Y una característica de los polos es que se contrapesan y se corresponden. El relato argentino está plagado de dicotomías, de moneditas con las caras de la tragedia y la comedia, de opciones falsas y paradojas. Como fue civilización o barbarie, como fue libros o alpargatas.
Sin embargo, en esas presentaciones del mundo que parten la pantalla de la realidad de un modo tan grosero como el que ahora adopta la televisión, hay algo no resuelto y de lo que no se llega a hablar. Cuando se pide o se anhela diálogo, deberíamos pensar qué se pide exactamente. Cuando se reclama o se sueña consenso, deberíamos pensar con respecto a qué. Buenos Aires, casualmente o no, ahora está llena de carteles callejeros que instan a los buenos modales. Buenas tardes, mucho gusto. Hace más agradable la vida que a uno le pidan las cosas por favor, y más gustosas las plazas si está permitido pisar el césped. Pero más importantes que los buenos modales son las buenas políticas. Las buenas políticas son las que conducen a un estado general más propicio para que la gente sea educada: el contrasentido es proponer cortesía sin defender la escuela pública. La campaña que termina mañana ha sido una de las más sorprendentes de la historia, como es la propia historia que narran. Este período argentino no es uno más, sino uno de esos pocos que marcan décadas. Hay una pelea entre dos proyectos de país, o lo que es lo mismo: una pelea entre dos diseños de vidas públicas y privadas. Lo público y lo personal se anudan ahí donde aparecen los límites del dibujo colectivo. Pertenezco a la generación que fue muy joven durante la dictadura. Nuestras vidas fueron completa y brutalmente politizadas. Quizá por eso sospechamos de lo ligero, de lo anecdótico, de lo light. Quedó la marca.
Hay senderos que se bifurcan. Esto no había pasado nunca en la Argentina democrática, porque nunca hubo entre qué elegir. Hubo un Pacto de Olivos. Hasta ahora, la democracia fue una herramienta a la que se le dio el puro trato de objetivo, porque fue en efecto un objetivo acariciado en tiempos de plomo y más dolor del que cabe en el lenguaje. Algo está salido del lenguaje también en la historia reciente argentina. Algo no digerido. Los derechos humanos llegaron a alcanzar en estos últimos años lugares en la agenda política que en realidad nunca reclamaron las multitudes.
La sociedad en general se rasgó un poco las vestiduras cuando no pudo seguir negando que consintió una noche que todavía y por muchos años seguirá oscureciendo a este país. No puede dejar de hacerlo si se piensa que todavía más de cuatrocientos hombres y mujeres de entre treinta y cuarenta años no son quienes creen que son, sino herederos silenciosos de un genocidio que este país prefiere dejar lo antes posible atrás.
Somos un país que no habla claro. Un país afecto a los lugares comunes que recorren los medios. Los lugares comunes son las zonas muertas del lenguaje. No hay pensamiento en ellos. No hay subjetividad. Hay repetición y domesticación. Hay disciplinamiento. Somos un país que al cáncer le dice larga enfermedad, que a la dictadura la llamó Proceso, que al genocidio lo llamó guerra sucia. Somos un país que no puede explicarse casi nada sin alguna teoría de dos demonios. Esa es la primera polarización. Un país obsesivamente dialéctico, o quizá pavloviano, que consigue sentimientos de amor arrancándoselos al odio.
Necesitamos tener a quien odiar. Necesitamos encontrar al sujeto de nuestro enojo, pero nunca nos preguntamos qué oculta ese enojo, dónde nace, en qué momento preciso de nuestras historias comunes e individuales. Porque lo curioso es que ese enojo no lo tienen los que deberían hervir de rabia por lo miserable de sus vidas, sino otros, los que tienen. Los argentinos más enojados siempre son los que tienen miedo de perder, no los que nunca tuvieron nada.
Finalmente, en estas líneas elusivas y forzadas a buscar un ancla bajo el chisporroteo electoral, creo que los últimos renglones contienen todo lo que a uno, que está cansado como tantos otros, le queda por decir. Romper esa otra falsa opción entre libertad e igualdad. Ser más libres queremos todos. Lo pendiente es ver cómo somos más iguales.