El modelo ambiental constitucional argentino nos encomienda un desafío político y jurídico que lleva al menos 26 años de debates, aciertos y contrapuntos. Así, nuestro artículo 41° que “Corresponde a la Nación dictar las normas que contengan los presupuestos mínimos de protección, y a las provincias, las necesarias para complementarlas, sin que aquéllas alteren las jurisdicciones locales”.
El constituyente encomienda al Congreso pues, dictar normas de presupuestos mínimos, o en criollo, leyes que establezcan una línea base que permita a las provincias argentinas complementar sus regímenes de control interno en la política ambiental.
En igual sentido, en su artículo 124° consolida el dominio originario de las provincias sobre sus recursos naturales. Es decir, un poder no delegado de las provincias al Estado Federal que les permite legislar, controlar y administrar sus recursos e identidades naturales.
Me permito observar que el debate, los aciertos y los contrapuntos llevan no solo 26 años sino más de 200 años, inyectados en las luchas históricas por un federalismo político real.
Interesa introducir la perspectiva histórica al debate ambiental que nos permita otorgarle robustez al debate público sobre aspectos que, a veces, se revisten de efímeras pero candentes discusiones.
Pretendo entonces, referirme al debate sobre el federalismo como forma de organización política, situándonos en la “carta de hacienda de Figueroa” de Juan Manuel de Rosas, fechada el 20 de diciembre del 1834 en San Antonio de Areco, dirigida a Facundo Quiroga, quien se encaminaba a solucionar un conflicto entre las provincias de Tucumán y Salta.
Mas allá del conflicto especifico, la carta tiene una pluma incisiva sobre el federalismo y, particularmente, sobre la conveniencia (o no) del dictado de una Constitución Nacional y la importancia del fortalecimiento de las provincias federativas.
Recordemos que una de las tantísimas críticas que los unitarios vomitaron históricamente contra el Restaurador fue su presunta falta de vocación por la unidad nacional, consecuente con su supuesta tiranía y aversión a la entrega del poder.
En esta carta, contrariando siempre a los salvajes unitarios, Rosas sostenía, entre otras cosas: “Obsérvese que una República Federativa es lo más quimérico y desastroso que pueda imaginarse, toda vez que no se componga de Estados bien organizados en sí mismos, porque conservando cada uno su soberanía e independencia, la fuerza del poder General con respecto al interior de la República, es casi ninguna, y en su principal y casi toda su investidura, es de pura presentación para llevar la voz a nombre de todos los Estados confederados en sus relaciones con las Naciones Extranjeras; por consiguiente si dentro de cada Estado en particular, no hay elementos de poder para mantener el orden respectivo la creación de un Gobierno General representativo no sirve más que para poner en agitación a toda la República a cada desorden nacional que suceda, y hacer que el incendio de cualquier Estado se derrame por todos los demás”. Se puede observar que los incendios son presente y pasado.
La carta ahonda en otros aspectos aún más destacables, pero me permito distinguir estos párrafos para remarcar el federalismo conceptual: identidad de los Pueblos para la Unidad de la Confederación. Sin dejar de destacar las mayúsculas para el Pueblo, Rosas insiste “El gobierno general en una República Federativa no une a los Pueblos Federados, los Representa Unidos”.
La referencia histórica, como siempre, nos abre a discusiones del presente: el imperioso mandato constitucional incorporado en el año 1994 para fortalecer el derecho público de las Provincias que garantice una efectiva regulación ambiental.
El ambientalismo federal o el federalismo ambiental, como más nos guste, obliga entonces al fortalecimiento de los estados provinciales para la protección de sus recursos naturales. Dotar al estado para contrapesar al desarrollo productivo extractivista que caracteriza nuestros continentes sudamericanos.
Las crisis ecológicas y los conflictos ambientales son un fenómeno contemporáneo y consecuencia de una lógica del proceso de acumulación en manos de unos pocos. Un sistema de concentración de ganancias y externalización de los costos sociales que se originan por un uso intensivo de recursos naturales, renovables y no renovables, siempre a costa del ambiente y del bienestar de mujeres y hombres. Paradójicamente resultan en un mejoramiento de la calidad de vida de unos pocos enriquecidos y en el malestar de unos cuantos contaminados.
La concentración desequilibra la balanza de poderes fácticos favoreciendo ambientalmente a los sectores concentrados de la economía, descartando sus sobras sobre la espalda de los más humildes. En otra medida, pero en igual inclinación, los estados provinciales se encuentran flanqueados frente al poder de fuego de sectores que siempre alinean voluntades ajenas a su favor.
Es en este preciso punto de análisis, es donde el ambientalismo y su consecuente discusión por una justicia ambiental y social resulta profundamente incompatible con el neoliberalismo económico y político: no es posible establecer regulaciones ambientales serias sin estados provinciales fuertes.
Como sostuvo la compañera Diputada Daniela Vilar en su encendido discurso por la aprobación del Tratado de Escazú: “no podemos hablar problemas ambientales sin hablar de desigualdad, sin hablar de explotación y sin hablar de concentración de la riqueza (…) Solamente podemos resolver desigualdades socioambientales si hay distribución de la riqueza”.
En definitiva, únicamente las identidades locales de nuestros Pueblos, la proximidad con sus recursos naturales y una profunda redistribución de la riqueza, entre otras medidas, permitirán alcanzar una Justicia Ambiental con bases sólidas y a la altura de nuestra historia.
Excelente .