Muchos fueron los teóricos que derramaron ríos de tinta afirmando que la pandemia traería aparejada consigo nuevos paradigmas a escala global, encarnados por un sujeto social emergente desde las entrañas mismas de este punto de inflexión histórico. Incluso hubo quienes llegaron a sostener que, por fin, el capitalismo había sido arrinconado contra las cuerdas y estaba por tirar la toalla ante la intempestiva aparición de un virus tan diminuto como letal.
El propio curso de la realidad, sin embargo, viene demostrando que no solo el capitalismo se encuentra surfeando el caos con suficiente destreza, sino que, a su vez, lo está haciendo al tiempo que logra articular los factores coyunturales de la pandemia con el interés puesto en preparar el terreno de cara al mundo que lo espera al final de la tormenta.
Esto es posible apreciarlo con tan solo reparar en los niveles de correlación de fuerzas que vienen alcanzando las posiciones políticas más radicalizadas de la derecha a lo largo y ancho del mundo. Por caso, el Coronavirus fue utilizado, entre otras cosas, para catalizar un nuevo actor político a escala global que antes ocupaba un rol casi espectral en la vida pública: el neofascismo.
Las experiencias de Trump en Estados Unidos y Bolsonaro en Brasil, solo por citar algunos ejemplos, no deben ser tomadas como aisladas una de la otra. Por el contrario, las mismas dan la pauta de que los discursos de odio vienen impregnando en la sociedad de manera tal que, al hacerlo, consiguen reclutar soldados a la causa en un llamado casi épico.
El común denominador que identifica a este tipo de corrientes son los valores que las propulsan: la antipolítica, el desprecio por el otro, y la veneración de la meritocracia. Unidos estos componentes forman un cóctel altamente corrosivo para cualquier sociedad.
El mancillamiento de la política en tanto instrumento de los pueblos para dar respuesta a las demandas públicas y la degradación de sus instituciones, no hacen más que colocar en evidencia que para las clases dominantes ambos factores son absolutamente prescindibles. Las oligarquías de todas las latitudes saben a ciencia cierta que el poder político jamás detentará la influencia que sí pueden poner en práctica a través de la orquesta entre los medios de comunicación y un agente que desde hace poco más de una década se presenta como la vedette de la manipulación a gran escala.
La proliferación de las redes sociales hasta las capas más profundas de la sociedad moderna ha inaugurado una falsa noción colectiva donde los individuos creen haber dado un salto cualitativo en términos democráticos, entendiendo que en esta nueva era digital cada uno cuenta con una autonomía que antes le era ajena. No obstante, lo que se desconoce es que detrás de ese aparente orden emancipador se mueven los hilos invisibles de la dominación. He aquí que resulta imperioso retomar lo que Martin Heidegger denominó el “impersonal se”, en donde las personas consumen lo que se consume, apoyan lo que se apoya, y rechazan lo que se rechaza.
Trasladado esto al plano de las redes, cuando uno le da “Me gusta”, comparte, o sigue algo, en definitiva, lo que está haciendo no es más que interactuar en esa dimensión virtual del modo en el que los grupos de poder esperan que la mayoría lo haga.
Se trata, ni más ni menos, que de una especie de “colonización de la subjetividad 2.0”, en donde cada hombre y mujer es participe necesario de su propia manipulación; a diferencia de lo que sucedía con la prensa tradicional, en la cual el consumidor era apenas un agente pasivo.
Esta realidad le ha marcado a las oligarquías que las instituciones de la política han dejado de ser ya un medio para legitimar sus intereses y practicas acumulativas de riquezas. Todo cuanto necesitan ahora está a apenas al alcance de un clic.
A raíz de ello es que la narrativa autosuficiente se torna en el mayor estandarte de dichas expresiones radicalizadas; pues, en tanto el otro sea un enemigo a eliminar y el esfuerzo personal el único camino para alcanzar los objetivos, las élites se garantizan la atomización de la sociedad como abono para neutralizar cualquier amenaza de organización popular. Esto explica el por qué la educación se empecina en formar líderes en lugar de formar ciudadanos.
En respuesta a este escenario, resulta sustancial revalorizar y cuidar aquellos reductos sociales cuyo acento está puesto en el vínculo entre pares y en tender puentes con el otro. Son la política, la militancia, los clubes, las instituciones públicas, las asociaciones civiles, y las congregaciones religiosas aquellos vasos comunicantes de la democracia que ofician cual muro de contención ante el avance bestial de un oleaje espoleado por el odio.
Se trata, nada más y nada menos, que de empezar a cavar trincheras frente a la peligrosa expansión de lo que Sigmund Freud llamó “pulsión de muerte”; una fuerza muda cuyo objetivo no es el de la destrucción de la humanidad en sí misma, sino el retorno a una instancia previa a la civilización y al encuentro con el otro.
La democracia, en tanto síntoma de la pulsión de vida, se convierte en el instrumento más preciado para romper esta tendencia mórbida en la que está cayendo la sociedad.
Más allá de la pandemia, la humanidad toda, pero especialmente los movimientos políticos que abreven por la realización de los pueblos deberán empezar a pensar nuevos paradigmas y sensibilidades en donde se fortalezcan los entramados de la vida pública y se capilarice el poder ciudadano.
Debatir esto será el primer gran salto hacia una democracia más profunda y torrentosa.
Ya no creo que la democracia sea una solución , ni tampoco la política.
Debemos marchar hacia un proceso revolucionario que deje atrás a la política y a la democracia .
Es lo que hicieron China , Rusia , Cuba , y lo está haciendo Venezuela .
En Argentina el Frente de Todos está resultando un engendro decepcionante .