Fue un 12 de marzo. Yo era pibe y estaba rodeado por un terror que convertía todos los días en diferentes formas de una noche.
Tenía 16 años y solo sabía la vida de dos únicas formas. En llantos o en victorias. Nada de grises en la noche del terror dictatorial. Tenía la certeza de que mi máquina de escribir –una Lettera 22 de mi papá– era compatible, únicamente, con esos dos domicilios: el que tenía dirección de abrazos o el que tocaba las puertas del malestar.
Solo los libros y el deporte asumían algún lugar de claridad. Pero cualquier letra podía convertirse inmediatamente en una forma brutal de la oscuridad. En un temblor de clandestinidad.
Acumulábamos en el desván de las conciencias un rictus de canción mestiza, una lúgubre luminosidad que nos resguardaba de ese presente aterrador.
Por ese entonces la esperanza tenía geografía centroamericana. Se poblaba de valentías campesinas que periódicamente vengaban nuestra cotidiana penitenciaría dictatorial.
Como contraste a nosotros, casi como venganza posible de nuestro presente, sonaba Nicaragua y al mismo tiempo crujía El Salvador.
Todo lo que susurraba hermosura provenía de países cuyas banderas tenían los colores argentinos celestes y blancas.
Un 12 de marzo de 1977 nos enteramos del asesinato del padre Rutilo Grande –jesuita salvadoreño–, mientas se dirigía a celebrar una misa junto a los laicos Manuel Solorzano de 72 años y Nelson Lemus, de 16.
Los Escuadrones de la Muerte salvadoreños, impulsados por las agencias de inteligencia estadounidense, habían ejecutado a un humilde curita que hacía de la compasión su forma de pelea más heroica.
En 1977 sentí que tenía que escribir lo que me sucedía cuando leía sobre esos crímenes. Pero no pude. Creí que podían descubrirme. Que me detectarían los múltiples espías de una dictadura omnímoda que todo lo veía y todo lo torturaba. Estábamos rodeados y nos sabíamos de dónde venía el Falcon Verde.
Pasaron 45 años. Un periodo de tiempo en que las biografías empieza a dejar rastros de melancolía serena y buena.
Por ese entonces el arzobispo de San Salvador era Oscar Arnulfo Romero. Cuando supo de los asesinatos decidió celebrar una misa ante la presencia de los tres cadáveres. Los diarios de la época dicen que se congregaron 100 mil personas.
Ese mismo día, Romero, se comprometió a no recibir a ningún funcionario gubernamental hasta que no se esclareciesen los crímenes.
El arzobispo cumplió su juramento de sal y pueblo: nunca más participó de ceremonias junto a funcionarios empelados de Washington. Lo asesinaron tres años después, el 24 de marzo de 1980.
Recuerdo que puse la fecha en los abalorios coincidentes del puro azar. Pero quería creer que la ignominia tenía fechas. Que la infamia se sabía de memoria el calendario. Que la crueldad tenía su agenda.
Años después del asesinato de ambos, en una visita a El Salvador, alguien me obsequió un libro que contenía textos de Grande y Romero.
En aquel momento leí por primera vez el denominado “Sermón de Apopa”, pronunciado por Grande el 13 de febrero de 1977:
“Queridos hermanos y amigos, me doy perfecta cuenta que muy pronto la Biblia y el Evangelio no podrán cruzar las fronteras. Solo nos llegarán las cubiertas, ya que todas las páginas son subversivas—contra el pecado, se entiende. De manera que si Jesús cruza la frontera (…) no lo dejarán entrar. Le acusarían al Hombre-Dios… de agitador, de forastero judío, que confunde al pueblo con ideas exóticas y foráneas, ideas contra la democracia, esto es, contra las minoría. Ideas contra Dios, porque es un clan de Caínes. Hermanos, no hay duda de que lo volverían a crucificar.”
Casi medio siglo después, el clan de Caínes aúlla su privilegio y continúa con su tarea de mancillar la tierra. Usan las mismas manos con la que acarician con fruición el dinero. Por reincidir, sus dedos se volvieron rígidos. Sus falanges se convirtieron en piedras, al celebrar con ahínco exánime, los tesoros de la voracidad.
Los Caínes se instalaron cómodos en el abismo de una autoridad encarnada en la vergüenza. Se convirtieron en la ingratitud lanzada hacia los palacios de la bajeza.
Son el mal tapizado con el brillo.
De todas formas, pese a su potestad, seguimos aquí: la lluvia de sal nos sigue lastimando los ojos. La piel cumple su innegable rito de biografía y las penas, de vez en cuando, nos dejan en procesión rítmica. Por tercos seguimos difundiendo aquella sensibilidad que sea capaz de transmitir entusiasmo. insistimos en ser agitadores de un vaticinio incumplido. Nos debemos a una esperanza que tiene de belleza el haber sido practicada muchas veces por quienes amamos. Si recordadnos las heridas es porque no dejamos de enunciar profecías, firmar solicitadas o escudriñar señales de ternura cotidiana.
Rutilo y Arnulfo sabían de eso. Nos lo demostraron. Por eso viajan con nosotrxs.
Colosal escrito de Elbaum. Un hombre cabal .
Se estremece desgarradoramente ante el sufrimiento ajeno ; busca desesperadamente bocanadas de aire , que encierren amor , ternura , compasión , esperanza .
Es un Elbaum en carne viva . Es un Elbaum que busca con desesperación al dios en el que no cree . Su razonamiento es simple : » Tiene que haber un sentido último a tanto sufrimiento en este mundo » .
Por eso cultiva con fruiccion su amistad con Eduardo de la Serna. Por eso habla de Rutilo y Arnilfo .
Te digo , como hombre de fe religiosa que soy , lo expresado por Agustín de Hipona ; considerado con Tomas de Aquino , como los más grandes teólogos de la fe cristiana:
» El corazón del hombre siempre estará inquieto ; únicamente descansará en Dios » .
Su obra Confesiones es extraordinaria.
Sigue buscando el remanso, al que te conduce la pasión abrasadora . Al final del camino, encontrarás la respuesta que tanto anhelas .
Te despediras con una sonrisa límpida. Habrás encontrado lo que buscabas , y que todavía te es esquivo . Ten paciencia y perseverancia.