La risa siempre ha sido peligrosa en este lado del mundo; un mundo al que no terminamos de pertenecer. Somos América Latina, una región subordinada políticamente a Estados Unidos, y a Europa, en términos culturales. Una región con subsuelos. En el de más abajo está nuestra propia historia regional, que ignoramos por completo. Como dice Dussell, aprendemos en la escuela el mundo antiguo, el medieval, el moderno, y creemos que eso es “la” historia, cuando no tenemos la menor idea de qué pasaba en estas tierras mientras tanto. Somos educados como occidentales y no como latinoamericanos.
La risa, esas bocas abiertas, ese breve descontrol. Ese espasmo. La risa colectiva, esa comunión provista apenas de frases cortas y todo el texto colocado en los cuerpos. La risa contagiosa, la multitud que ríe, ese tiempo suspendido en lo eterno, en lo que mientras sucede, sucede con más potencia porque se sabe histórico. Quizá porque la risa en la vida cotidiana de pueblos pobres no es un bien escaso, porque esos pueblos pobres compuestos por sobrevivientes saben que la risa es la última trinchera que se ubica entre la boca y el estómago, y entre la carencia y la dignidad. La resistencia íntima.
Nuestros héroes, pensadores y poetas populares siempre han defendido la alegría: en ese corpus difuso, en esa vulgata convertida en pintada o flyer, nos hemos educado entre nosotros para comprender mejor qué nos pasa. El Jauretche de “La multitud no odia, odian las minorías, porque conquistar derechos provoca alegría, mientras perder privilegios provoca rencor” está vigente siempre que se lo lea, no importa cuándo.
La cultura occidental tuvo sus grandes pensadores y protagonistas disidentes, pero la línea hegemónica siempre ha sido la cultura del sufrimiento. Rodrigo De Paul decía después de la final, recordando el partido desesperante con Países Bajos: “Y el argentino, viste… primero hay que sufrir”. No nos sale primero la euforia sobradora de los brasileños, sino más bien la cabeza contra la pared. Los argentinos quizá seamos también campeones en neurosis por la influencia de las olas inmigratorias. Lo que ya estaba acá, lo indígena y lo criollo, era festivo, sensorial, corporal, con fuerte impulso hacia la danza, y había una inclinación, como dice Francia Márquez, por el vivir sabroso. Ese es el gran subsuelo latinoamericano.
Umberto Eco habló de la risa en El nombre de la rosa (1980), ubicando ese policial del siglo XIV en una abadía a la que llegaban dos frailes, Guillermo de Baskerville y su pupilo, Adso de Meik, para esclarecer una serie de asesinatos. Los que morían iban en busca de un libro perdido que estaba oculto en la famosa biblioteca de la abadía del norte italiano. El libro en cuestión era la segunda parte de la Poética de Aristóteles, en la que desarrollaba su idea de la comedia, y especialmente, de la catarsis.
Era un libro perdido y tabú. El cristianismo medieval debía eliminar toda teoría que viera en la risa o en los actos colectivos festivos cierta forma de liberación. La catarsis es eso que los griegos conceptualizaron pero que experimentaron todos los pueblos antiguos en diferentes representaciones o rituales: la fundición de uno en el otro. La evacuación colectiva de miedo y angustia. El permiso para explorar esa parte de lo humano, ligado a Eros, a Dionisio, a la experiencia sensorial que se vuelve una forma de saber.
Nuestros pueblos se reservan aún hoy esos días de celebración y desorden, para equilibrar sus vidas tan difíciles. En los carnavales, que existen en las ciudades pero también en pueblos perdidos en Los Andes, se ubica ese tanque de oxígeno existencial, pero también en el sincretismo de un abanico de fiestas populares que nunca han perdido vigencia.
Hace unos años, la poeta Olga Tokarchuck hizo un discurso de recibimiento del Nobel extraordinario, una guía cultural de época que incluía en análisis de cómo incide en nuestra percepción del mundo la industria cultural. En un momento hablaba precisamente de la carencia de catarsis como un síntoma preocupante. Ahora es más fácil comprender que un mundo que elimina esa forma de expansión simbólica se vuelve literal y va a la guerra.
Tockarchuk decía que esa cancelación de la catarsis es observable en el entretenimiento, que es la dimensión a la que van a parar nuestras sublimaciones. Un libro o una película pueden provocar catarsis al menos individuales cuyos efectos se pueden compartir. Hay un desenlace, que puede gustar o no, que puede movilizar a no, pero deja abierta la posibilidad de la conmoción de quien lee o mira. La irrupción de las series como herramienta abaratada de estímulo dejó en suspenso esa posibilidad: una serie busca una nueva temporada, no se puede atrever a finales concluyentes, y los finales abiertos obturan la conmoción. Sea lo que fuere que pase, será reparable el año que viene.
Los días intensos de movilizaciones espontáneas y extraordinarias que vivimos por la Copa van mucho más allá de un triunfo deportivo. Fueron posibles porque reaccionamos como latinoamericanos a un estímulo enorme, consagratorio para el sistema en el que vivimos. Pero más abajo, más antiguo, más misterioso es el efecto reparador en muchas almas de esa explosión de risas y de abrazos, tan grande y tan inabarcable que hizo temblar a los que nos prefieren con la cabeza baja y la autoestima baja, mientras sus off shore suben y suben.