Hay una Argentina que pocos conocen. Una que ha sido deliberadamente relegada: la Argentina indígena. Marta Aparicio, convocada para realizar un relevamiento antropológico de las necesidades de los asentamientos en todo el país, ha sabido ver, además de las carencias, la fortaleza de nuestros pueblos originarios: la profunda sabiduría de su espiritualidad. En esta entrevista ella revela su experiencia y sus aprendizajes.
Stuttgart es una ciudad bonita, sobria y pulcra del sur alemán, donde los canteros tienen flores todo el año y uno puede moverse con seguridad. Es cosmopolita; una Babel en la que se escuchan todos los idiomas, plena de eventos culturales —la Ópera y el Ballet de aquí son famosos internacionalmente— y además, uno puede encontrarse aquí con gente interesante, por ejemplo, con Marta.
Marta Aparicio es una antropóloga y politóloga argentina, oriunda de Tafí del Valle, Tucumán (aunque por esas cosas del destino nació en Buenos Aires), que lleva media vida afincada en Stuttgart, promoviendo el idioma y las culturas de Latinoamérica. Su especial interés radica en las culturas de los pueblos originarios y tiene una vasta experiencia trabajando en esta área. Qué mejor coronación, entonces, para su recorrido profesional, que ver a las comunidades indígenas argentinas unidas, luchando juntas. Ella explica: “En 2022, tras el reconocimiento como crimen de Lesa Humanidad del genocidio de 1000 indígenas en Napalpí en 1924, y la indemnización a los descendientes de las víctimas —hito histórico para el indigenismo—, se concentraron las agrupaciones de todo el país y conformaron un organismo unificador: el Frente Indígena Plurinacional Argentino (FIPA)”.
El dirigente del FIPA, Ernesto Paillalef, fue quien convocó a Marta para recorrer el país y ser la “escribiente” que retrate la situación indígena actual. Lo de escribiente—dice riendo— es porque la han visto, como buena antropóloga, tomando notas en cualquier posición y situación (incluso de pie, apoyando su cuaderno en el celular). Pero no sólo la eligieron por su trayectoria académica comprometida; la consideran, además, “uno de ellos” por su ascendencia diaguita. Y quizá este haya sido también para ella un viaje al interior de su propia identidad.
Viajó durante meses por seis regiones de Argentina: Chubut y Río Negro; Mendoza y San Juan; Corrientes y Misiones; Tucumán; Salta y Jujuy. “Fue el sueño de todo antropólogo, cuenta entusiasta. Llegás en avión y hay un equipo local que tiene toda la visita organizada”. En cada zona la guiaron y acompañaron dos o tres personas del lugar. Claro que hubo imprevistos, aventuras, anécdotas del viaje: como dormir en catre con gallinas alrededor, o quedarse a pie a 4000 metros de altura y tener que golpear puertas para conseguir combustible. Recuerda que entonces se sintió viva, poderosa, bromea diciendo que “la Pachamama estaba de su lado” y su risa suena un poco a duende de los montes.
Marta tomó nota de los temas indigenistas solucionados y aquellos por solucionar. “Había muchos comunes y otros específicos de cada región. Ellos me mostraban lo urgente, pero yo veía también otras cosas”. Seguro que esa mirada morena y aguda calaba en los recovecos ocultos como lluvia fina.
Ella prosigue con voz crepitante como de brasas que arden lento: “Todos habían sufrido desalojos y sus tierras expropiadas se vendían a intereses privados, en connivencia con los gobiernos locales, por precios irrisorios. En la zona de Las Leñas, por ejemplo, para construir complejos turísticos; en las salinas de Jujuy, para la explotación de minerales: litio, cobre y basalto”. Sobre la polémica actual del litio, explica Marta que el gobierno local pretendió entregar a empresas las salinas, que están en suelo indígena, amparado por una ley que prioriza el “progreso” de la provincia por sobre las necesidades individuales. “Ante este atropello, las comunidades se levantaron en ‘malón’, no sólo para defender sus tierras de la expropiación, ¿sabés? Y esto es lo que más me impacta y emociona: esa consciencia ecológica, fue también por la devastación que implica explotar el litio, que es ‘el corazón de la salina’ y para extraerlo hay que destrozar la tierra. Para los indígenas es inconcebible semejante maltrato a la naturaleza y sienten el dolor de la tierra como propio”.
A Marta le indigna el grado de depredación, de marginación y racismo de estas políticas. A cambio de lo expropiado los nativos reciben parcelas de poco valor, recónditas, o incluso se los confina en barrios urbanos, despojados de sus animales, su huerta y de todo acceso a la naturaleza, que es su medicina y su fuente de salud. “Y lo más doloroso es perder sus tierras sagradas: pisotean sus cementerios, construyen sobre sus muertos, sus ‘Menires’ son desplazados o destruidos”. Marta dice que la tierra es sagrada, es la madre de toda la vida, y también es sagrado todo lo que está en ella. “¿Sabés?, yo en casa tengo un altar a la Pachamama”, revela intimista. En la simbiosis con la naturaleza y la existencia comunal, reside la fortaleza del clan, su equilibrio espiritual. “Extirparlos de su tierra y su comunidad, es quitarles el espíritu.” “Por ello reivindican una identidad colectiva, que no encuentra un marco legal adecuado, porque para abrir cuentas bancarias y obtener créditos se requieren identidades individuales.”.
Marta cree en la educación multicultural y considera impostergable crear escuelas bilingües para preservar las lenguas indígenas, tan perseguidas históricamente. Además, afirma que es crucial que las comunidades tengan acceso a una “participación igualitaria en la vida pública y la toma de decisiones”. Para ello debe profundizarse el diálogo y la cooperación entre las organizaciones indigenistas y las instituciones estatales. “Si Argentina logra solucionar el problema de las comunidades indígenas, será un empujón, y quizá un ejemplo, para los otros países latinoamericanos”. Y concluye con el rostro iluminado de orgullo: “Las comunidades indígenas argentinas están haciendo historia”.
Durante el viaje Marta comprendió que, si bien siempre amó profundamente la espiritualidad indígena y la asumió como una parte de sí misma, los años en Alemania han dejado huella. Por eso ha construido una identidad ampliada, basada en el entendimiento de sus propias raíces y en la aceptación de los cambios. Hoy en día tiene el privilegio de tener dos lugares en el mundo: su añorado Tafí del Valle y la ciudad de Stuttgart. Desde allí seguirá luchando para que muchos más no solo conozcan y entiendan a los pueblos originarios, sino que ayuden a que se les devuelva lo que les corresponde. Esta tarea se ha convertido en su norte, su motivación y, además, ha redoblado sus fuerzas.