Los dos máximos responsables de la seguridad de la Ciudad de Buenos Aires hacen gala de la crueldad mientras disimulan su cínica perversión detrás de argumentos de racionalidad instrumental saturados de insensibilidad evidente.
Waldo Wolff, ministro de inseguridad de los sectores que no son pudientes, no logra éxitos con los criminales, con los grandes narcotraficantes ni con los lavadores de sus fortunas reconvertidas en capitales empresariales. Para ocultar su ineficiencia y su fracaso de gestión apela a la limpieza de los cuerpos humanos devastados. Aquellos que han sido desperdigados por una ciudad que los descarta como si fuesen desperdicios, en medio de calles donde la lipotimia se combina con el miedo y el desprecio.
Ahora Wolff, como siempre soñó, perseguir a quienes perdieron sus hogares, sufren problemas de salud mental o decidieron abandonar colectivos familiares para eludir maltratos, sufrir abusos o situaciones de violencia. Wolff es sin duda un hombre de coraje que ha decidido enfrentarse a las formas más duras del crimen organizado: a los desarrapados el mundo, a los que duermen en las calles de la carencia y la postergación.
Por su parte, Diego Kravetz, el jefe de la Policía Metropolitana, segundo en la jerarquía represiva porteña, consideró que darle un plato de comida caliente a una persona en la calle es un ligereza porque “libera de culpa al vecino caritativo, pero acostumbra a la pobreza a quien recibe esa ayuda”. “La solidaridad con el caído –apostrofa el jefe policial– es un error.”
Ambos funcionarios provienen de familias judías. Los libros sagrados que ambos leyeron –o por lo menos debieron influir en su formación– son explícitos acerca de la compasión con el más necesitado. De hecho, en sus versículos (los mismos que leyeron Ieshua y sus discípulos) se hace una especial referencia al lugar que ocupa el desamparado para quienes cuentan con recursos vitales suficientes.
En el Talmud –el conjunto de textos que recopila las exégesis del Antiguo Testamento– se leen frases que ambos parecen haber suprimido de su consciencia: “La caridad es la base de la Torá» (Avot 1:2); “El que ayuda a su prójimo, ayuda a Dios» (Bava Batra 9b); y “El que da limosna a un pobre es como si diese limosna a Dios.”
El máximo jefe de la seguridad metropolitana ordenó a la Policía Metropolitana la detención de 125 indigentes y recicladores. En una de esas escenas indignas e inconcebibles, captada por un vecino, se observa a un trabajador que transporta un carro con materiales de desecho juntados durante una jornada. El cartonero, amenazado por los uniformados, se niega a entregar el producto de su trabajo y con una actitud orgullosa interroga a los uniformados, “¿por qué me persiguen a mí y no se dedican a los chorros?”
Wolff fue directivo de la DAIA y siempre anheló codearse con las temáticas de seguridad y con las catacumbas de los servicios de inteligencia. Supone que esa cercanía lo convierten en un sujeto más masculino, más duro. Ahora puede darle rienda suelta a su hombría desplazando a personas en situación de calle. Pero necesitó agregarle algo de épica a su limpieza de pobres: decidió que cada uno de los echados o detenidos debían contar con un perfil violento. De ahí que haya informado a la justicia que una parte de los detenidos debían ser imputados por la portación de armas blancas.
El caso fue girado a la justicia y tramitado por la jueza en lo Penal, Contravencional y de Faltas Natalia Ohman quien puso en evidencia que las detenciones se habían producido sobre la base de falacias. Para disimular sus mentiras, el ex directivo del área deportiva del Club Hebraica tergiversó el dictamen de la magistrada afirmando que en “´un fallo insólito (…) ordena no incautar armas blancas´ y disponer que la Policía de la Ciudad ´no requise en la vía pública en busca de armas blancas. Incluso ordena que las armas incautadas en más de 50 procedimientos sean devueltas a sus «dueños’”.
Ambos deshonran y mancillan aquella tradición que se asienta en el deber de la ayuda mutua, el principio de la compasión hacia el semejante y la responsabilidad comunitaria por el que más sufre. Por supuesto que no son los únicos que hoy expresan lógicas limítrofes con el sadismo: En el Cercano Oriente se repiten a diario sistemáticas expresiones de aniquilamiento.
La derecha, en sus diferentes versiones actuales, sean estas identitarias, supremacista, neopentecostales reaccionarias, lefebrisras o hebreas, desprecian la justicia social que se sustenta en el mandato de la equidad social, ambiental y/o intergeneracional. Sus referentes, además, desprecian la misericordia y la caridad, formas remotas de la compasión. Sus actores –como Wolff y Kravetz– son portadores del odio de clase hacia los humildes. Dicho desprecio se instaura sobre la falacia de una meritocracia deshistorizada que se emplaza sobre bases supremacistas, capaces de otorgar argumentos para legitimar la limpieza territorial.
Ese punto de partida autoriza a estos seres abyectos a desplegar la profunda repugnancia que sienten hacia los sujetos empobrecidos por las políticas neoliberales que ellos mismos promueven e instituyen.
Ambos funcionarios son los vectores brutales del mismo círculo de vileza que pretenden ocultar: mientras empujan a la orfandad a cientos de miles de conciudadanos –en nombre del sacrosanto mercado– exigen su sacrificio y su eliminación. Durante la dictadura militar, durante las noches, de procedía a realizar razzias de desamparados para trasladarlos fuera de las ciudades e incluso a territorios despoblados. Para justificar dichos traslados se llevaba a cabo una estigmatización previa, basada en discursos de odio.
En el quinto libro de la Torá, Deuteronomio, o Devarim –que en hebreo puede traducirse como “estas son las palabras”–, se lee: “Cuando en alguna de tus ciudades alguno de tus compatriotas se encuentre necesitado, no endurezcas tu corazón ni aprietes el puño para no ayudarlo…”
Wolff y Kravetz son la manifestación explícita de la perversión política reconvertida en sadismo. Atraviesan su olvidable lapso biográfico ensuciando la tierra que pisan. Los pobres del mundo, esos que gimen en forma silenciosa sus penas de frío, ya lo saben. Nosotros también.