Muchos de nosotrxs todavía profesamos el estímulo subcutáneo que tiene la forma embanderada del trabajo territorial. Aún hoy sentimos la inercia precisa de esa profundidad hecha con tonos de espasmo, alambre, coraje y alegría.
En aquel entonces percibíamos que estábamos desafiando un lastre burocrático que mucho se parecía a la degradación y la muerte.
En aquel trayecto, los pulsos sabían de besos. El trayecto era más fibroso y enérgico. Mirábamos desde una ventana que tenía el horizonte de una vida larga, imperecedera, ajena a la enfermedad y a la derrota.
Esa juventud, se nos hacía estremecida. Acurrucada. Como el escenario más radiante de la inmortalidad.
En aquel entonces, corríamos, leíamos todo lo que llegaba a nuestras manos e incluso llegábamos a especializarnos en numerología a través de los boletos de colectivo.
Nos habíamos especializado en los abrazos. Un poco por herencia futbolística de gol y otro tanto por conmiseración y necesidad corporal. Gran parte de mi generación –sobre todo de los pertenecientes a la clase trabajadora– estábamos llamados a ocultarnos en los corredores del sigilo: Nos oponíamos, por principio, a ocupar el rol protagónico de cualquier novela estelar cotidiano. Sólo aspirábamos a figurar en la intimidad velada, ajena a la mirada de nuestros padres y del resto de los adultos. A diferencia de las pantallas actuales excluíamos del medio a los testigos de nuestros proyectos
Mientras atravesábamos esa etapa nos sentíamos emparentados con los que sufrían toda forma de padecimientos. Uno / una –estábamos plenamente convencidos– nos convertíamos en más humano, más convincente, más enteros cuando compartíamos con quienes hacían de la piedad una piedra hermosa. En ese entonces, garpaba tener en la mira a los verdugos, cantar las estrofas virulentas del daño y repiquetear la melodía destemplada de la bronca.
Esa distancia es la que se muestra impávida ante algunos pibes y pibas de hoy, que parecen hacer del desprecio un rictus de orgullosa alegoría.
Este recorrido no nos permite comprender la esporádica saña de la indiferencia ni el disfrute humorístico hacia el caído.
¿Cómo podemos hacer para que puedas, aunque sea, respirar alguna vez este ímpetu arrasador que nos llevó a reconvertir la compasión en movimiento?
No se puede transmitir los intransferible. Toda generación hace su ruta. Y “matar al padre” es sin duda una rúbrica estructural. Pero deberán existir, sin dudas, muchas formas de superar el pasado. No solo la que marca el sendero de Tánatos. En uno de esos viajes de Odiseo está la piedra de la esperanza dejada por un compañero o por una compañera anónima.
Esa sección del amor, su rutina de confianzas, de la que fuimos parte, no ha de quedar sepultada en el cementerio de ilusiones. Sabemos que muchos y muchas retomaran su fragancia. Es obvio y redundante decirlo: será para llevarlas a la Victoria.