Milei, el intelectual. Apuntes para un vaciamiento de la sociología

Humberto Eco en su libro Los límites de la Interpretación, respondió a un interrogante acuciante, en épocas en que la confusión y la profusión de versiones contradictorias pretendían ajustarse a cualquier predicado de un texto o de la realidad. El inolvidable intelectual italiano logró en 400 páginas consignar una premisa no apta para chapuceros y difusores de falacias útiles para las propaladoras de la dominación. Nota de Jorge Elbaum.

Eco nos advierte que se pueden decir muchas cosas sobre “la realidad” que nos rodea, pero que esas interpretaciones tienen límites. No se puede decir cualquier cosa. No todo lo que se dice es equivalente. Los condicionamientos discursivos siempre están sometidos a fronteras dadas por definiciones intersubjetivas construidas históricamente, por paradigmas compartidos y/o por las contrastaciones empíricas. Eco fue bien preciso cuando señaló que lo que nos rodea es analizable desde diferentes marcos teóricos, pero para ello era necesario “seguir reglas bien definidas: no era posible una interpretación al infinito”.  En este marco, aparece como envilecido el concepto de intelectual.

Afirmar que Javier Milei es el “presidente más intelectual que ha tenido la Argentina” no solo es una burla. Impugna –y se burla– de doscientos años de investigación sobre historia intelectual, tanto doméstica como internacional, negando una de sus características centrales, el espíritu crítico. Para decirlo en un lenguaje académico: Borovisnky dice lo que algunos de los lectores de La Nación quiere escuchar. Aquello que la derecha saborea para justificar el abyecto periodo histórico de la Argentina. 

El sociólogo le dice a La Nación: “hablar de ideas es muy importante porque en muchos sentidos, y en el sentido más cabal, Milei es un intelectual (…) es alguien que va a la tele y cita papers y cita autores”.  Para Tomás “la intelectualidad” del actual presidente es compatible con la falsificación de textos, la tergiversación de citas académicas, la ostentación fraudulenta de títulos universitarios –nunca cursados–, y la convocatoria a la prohibición de libros, promovida por su gobierno. 

En la entrevista, Borovinsky homologa el rol de “influencer” al de “intelectual”, como si ambos términos compartieran la misma impronta metodológica, cognitiva o procedimental. “Milei es un influencer global, un acelerador de ideas. Desde antes de ser candidato y siendo candidato, Milei intervino e interviene como un intelectual”. Para brindar evidencias empíricas de su aseveración, Borovinsky subraya “que el actual presidente enumera los nombres de sus perros… [como] intelectuales: son economistas, son pensadores”. 

En otro intento de fundamentación de su enredo, explica que el rol de intelectual de Milei es compartido con otros “pensadores” como Peter Thiel –a quien describe como “un filósofo empresario”. Thiel es el creador de PayPal (junto a Elon Musk) y en la actualidad administra fondos de riesgo. Para darle más rigurosidad, seriedad y anclaje a sus conjeturas críticas, posa para los fotógrafos de La Nación –también él– como un intelectual de fuste. 

Gritos, amenazas, insultos y descalificaciones

Para otorgarle el carácter de intelectual, el entrevistado seguramente apeló a los atributos básicos de esa función social: un sujeto capaz de procesar la información que se encuentra motivado por comprender el mundo que lo rodea y mejorarlo. Alguien capaz de refutar, debatir y justificar sus enunciados de manera lógica, ajena a las contradicciones permanentes, enmarcando sus hipótesis en parámetros teóricos determinados. Un actor social, en síntesis, que no apela de forma constante a los argumentos ad-hominem de la inferiorización, el etiquetamiento y la desvalorización para llamar la atención y obtener un reconocimiento. Un (o una) intelectual es quien participa de los debates invocando un lazo con alguna raíz del universo letrado, la investigación de la realidad que lo circunda o la historia de las ideas.  En la tradición gramsciana, esta función –la del intelectual– se amplía a la lucha de clases sin despreciar los contenidos de argumentación que conlleva su versión más tradicional: un(a) intelectual puede ser una maestra, una actriz, un médico o una periodista si –y solo sí– participa con consciencia crítica de dicho enfrentamiento de clase. No todos los actores sociales –insertos en las disputas de clase– son intelectuales ni orgánicos. Son solo aquellos que, de forma directa o indirecta, contribuyen al convencimiento argumentativo articulado con cierta lógica basada en el intercambio dialógico. Son aquellos que participan de forma activa en la configuración de un sentido común determinado, funcional a determinados intereses de clase. Lo hacen enmarcados en una retórica de persuasión. No insultando.

Las palabras importan: la violencia verbal del Presidente Milei. Informe del Movimiento al Desarrollo de Noviembre de 2024

Es indudable que existen intelectuales de derecha. Pero Milei no puede ser confundido con uno de ellos, so pena de considerar que Hitler, Mussolini, Bolsonaro y Trump también lo son (fueron) por utilizar gestualidades payasescas, agredir a colectivos vulnerables, desparramar odio, o impulsar la violencia fratricida. 

El sociólogo Tomás Borovisnky, amplio conocedor de la historia intelectual, tanto internacional como argentina

Coda

Quien comenta las aventuras intelectuales de Borovinsky en este artículo estudió sociología en la UBA. Entró a la carrera durante la última etapa de la dictadura militar. Cursó sus primeras materias en lo que se conocía como las catacumbas de la Facultad de Derecho. Los estudiantes de esa época sabían que los genocidas enviaban agentes de inteligencia a cursar para detectar subversivos y confeccionar fichas que eran apiladas en las diferentes dependencias de las fuerzas armadas, de seguridad y policiales con la intención de hacer seguimiento y detectar a los posibles desaparecidos del mañana. 

Quienes atravesamos esa etapa –que coincidió con la recuperación democrática– logramos adentrarnos en un mundo ajeno a los latiguillos y las versiones autoritarias del entorno conservador y represivo. El aporte más relevante fue, sin dudas, la posibilidad de sacarnos de encima el sentido común de la dominación, que nos inoculaba obediencia y miedo hacia los poderes hegemónicos, con el objetivo de convertirnos en sus lacayos o cómplices. 

No todos nuestros colegas abrazaron convicciones emancipatorias. No todos fueron tributarios leales de los textos difundidos por los herederos de las Cátedras Nacionales ni logaron fusionar su vida con el valor de las tradiciones críticas. Algunos, de hecho, aceptaron ser cooptados por la derecha y sirven hoy como cómodos consultores apoyados en los despachos higienizados del poder. Pero incluso muchos de estos últimos se han cuidado de exponerse en demasía. Intentaron no ser catalogados como “gansos” y disimularon los convites de los impiadosos operadores cognitivos de la dominación. 

Muchos de ellos siguen guardando recato y se refugiaron en la trastienda de lo que Peter Sloterdijk denominó  “la razón cínica”, la adecuación a la comodidad de quienes conocen las reglas del juego, las repudian en la intimidad, pero asumen (cobardemente) que no es posible luchar contra ellas: “Por lo menos –alegan–, no decimos en público lo que la dominación  exige que digamos”. Un colega formado como cientista social en la Universidad de Stanford, especializado en sociología de los intelectuales recibió el link de la nota aparecida en La Nación, el mismo domingo en que fue publicada en el portal. Su devolución por correo electrónico es irreproducible, dada la catarata de adjetivaciones negativas. Solo cito, con su autorización, el último párrafo: “con ese tipo de análisis se desacreditan dos siglos de pensamiento sociológico. Es una verdadera infamia”.

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Un comentario

  1. Si Milei es un intelectual yo soy la madre Teresa, el nivel de odio y resentimiento que destila solo es comparable a la ignorancia y fetichismo que demuestra. Estamos en manos de un fantoche demente y apátrida..

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