
Dicen que los políticos empresariales de la derecha no necesitan robar porque ya tienen suficiente dinero. Sus seguidores afirman, además, que la política es una forma de contaminación. Que las orientaciones de una sociedad tienen que estar en las manos de los empresarios, a quienes eufemizan como “mercados”.
De alguna manera, la anti política, el cuestionamiento a las militancias y la tematización perpetua de la corrupción relacionada con la gestión pública es uno de los dispositivos más utilizados para defenestrar y obstruir el compromiso social en la organización gubernamental.
Mientras las miradas mediáticas se empecinan en diseccionar las faltas –más o menos graves– de quienes promueven la inclusión social, la distribución de la riqueza y la lucha contra toda forma de discriminación, los tentáculos del poder conservador ocultan las estafas, los delitos, las malversaciones y el hurto descarado de los bienes públicos, generados por las corporaciones y los empresarios devenidos en políticos.
Las operaciones de criminalización de la política, conocidas como law-fare, tienen como contrapartida el camuflaje de los gigantescos casos de corrupción de las derechas globales. Se las describe desde los grandes medios como excepciones y se busca desconectar unas de otras. La estafa de Javier Milei en relación con la criptomoneda Libra, la codicia de su hermana y su entorno, hablan a las caras de una atracción obsesiva por el dinero.
La misma orientación que moviliza al magnate neoyorquino, hoy presidente, que se inició como socio de las famiglias mafiosas para desarrollar su emporio inmobiliario. Trump ha surfeado la causa por abuso sexual en la que fue condenado. Ha logrado invisibilizar una segunda sentencia por difamar a su víctima. Ha conseguido paralizar las causas por promover un Golpe de Estado en 2021 y ha velado el caso de los desembolsos a una prostituta para lograr su silencio, adulterando su declaración jurada contable. Una vez que asumió su segundo mandato, el magnate rubicundo despidió a doce fiscales que trabajaban en los procesos penales en su contra.
Los conservadores, neoliberales y neofascistas suelen reivindicar el republicanismo y la división de poderes. Ese entusiasmo concluye cuando algún operador judicial decide ser fiel a la Constitución y dispone que los farsantes deben sentarse en el banquillo de los acusados. Mauricio Macri ha sido condenado en la Causa del Correo Argentino. Tiene una deuda con el Estado y con la sociedad, debe 700 millones de dólares, pero logró paralizar la causa gracias a la solidaridad de una Corte Suprema. Previamente, mientras fue presidente, no tuvo vergüenza en intentar beneficiarse con una quita en su favor del 98 por ciento de ese valor. Macri llegó al gobierno con 214 causas acumuladas entre los años 2007 y 2015. Sumó otras 144 denuncias penales durante el cuatrienio de su mandato.
En España, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, está acusada de beneficiar a su pareja y a su hermano con negocios ligados a la salud durante la etapa pandémica, el mismo periodo en el que fallecieron 7291 ancianos en las residencias geriátricas por negligencia de las autoridades comandadas por Ayuso. En Francia, Marine Le Pen fue condenada a cuatro años de prisión e inhabilitada para presentarse a elecciones al haberse probado la malversación de fondos de la Unión Europea. En Brasil, el militar fascista Jair Bolsonaro se dispone a enfrentar a un jurado luego de que el Superior Tribunal Federal lo acusara del intento de Golpe de Estado, luego de perder las elecciones con Lula Da Silva.
Uno de los intelectuales más citados del neoliberalismo es Ludwig von Mises, fallecido en 1973. En su libro Liberalismo en la tradición clásica de 1927 –un lustro después de la Marcha sobre Roma de Mussolini y cuatro después del intento de Hitler de tomar el poder mediante su Putsch de Múnich–, dejó sentada su posición sobre dichas maniobras políticas que permitieron evitar las ramificaciones del socialismo: “No se puede negar que el fascismo y movimientos similares que pretenden establecer dictaduras están llenos de las mejores intenciones, y que su intervención, por el momento, ha salvado a la civilización europea”.
Trump, Milei, Bolsonaro, Ayuso y Le Pen son la expresión más reveladora de la deshonestidad. Hacen de la lucha contra la corrupción la cortina de humo de su triple intención constitutiva: enriquecerse a costa del sacrificio del resto de la sociedad, favorecer a los sectores del privilegio y disciplinar a quienes intentan construir modelos de convivencia más equitativos. No son decentes. Son jactanciosos malhechores y –sobre todo– sanguinarios fratricidas.
La Derecha, a nivel global, nunca cambia su esencia, ni pierde de vista sus objetivos. Es más, sus miembros dejaron de tener vergüenza en proclamarse “de Derecha” y en mostrarse lo más extremo Derecha posible. Y ese convencimiento – gracias a un importante apoyo social – los llevó a despojarse de cualquier careta impuesta por convenciones sociales, calificando de enemigos a sus adversarios; de ratas inmundas a Diputados o de zurdos de mierda a minorías y disidencias.
Es la decadencia del Modelo Capitalista del Patriarcado Occidental, dando desesperados manotazos en todas las direcciones, sin medir daños directos ni colaterales.
La Izquierda, mientras tanto, quedó en manos de espacios minoritarios, con discursos retrógrados en su modo de comunicarlo, ante la decisión de los Grandes Partidos Políticos Tradicionales, de negarse a retomar y levantar esas Banderas que hablan de hacer propia la Causa de los Desposeídos; de Justicia Social; de Empoderamiento Popular. En ocasiones, uno que otro se atreve – tímidamente – de hablar de Centro Izquierda o de Progresismo.