Las víctimas blancas de la negritud global

Vociferan la libertad quienes la conculcan. Invertir el significado es uno de los artilugios lingüísticos más habituales del fascismo. Su imposición de sentido fuerza, hasta el límite de la estupefacción, aquello que era comprensible. Su perversidad habitual lleva a que cualquier valor emancipatorio se transmute en su contrario. Nota de Jorge Elbaum.

Vociferan la libertad quienes la conculcan. Invertir el significado es uno de los artilugios lingüísticos más habituales del fascismo. Su imposición de sentido fuerza, hasta el límite de la estupefacción, aquello que era comprensible. Su perversidad habitual lleva a que cualquier valor emancipatorio se transmute en su contrario.

El Partido Nacional Socialista Alemán, fundado por Adolf Hitler, apeló a la nominación “socialista” para llevar a cabo la operación de prestidigitación necesaria para obtener los votos populares para la elección de su führer en 1933. Ochenta años después de ese germen aciago, la actual líder de la ultraderecha nazi Alice Weidel define en una charla con Adolf Hitler a Hitler como un líder comunista. 

Todo puede ser dicho porque la incoherencia masificada resulta apta para subvertir los conceptos que apuntan contra el poder real. La malversación de las palabras “con prosapia” y/o su utilización ambigua buscan contribuir a la confusión y al desconcierto. En ese territorio de fango lingüístico se hace más fácil la indiferencia, el pasmo y el descuartizamiento de los sentidos emancipatorios. En el límite de lo posible, la fascistación del lenguaje llega a que las víctimas definan como sus salvadores a quienes son sus verdugos.  En síntesis: una continuidad entre la tergiversación, la confusión y la viabilidad del masoquismo. 

En el ingreso del campo de exterminio de Auschwitz se lee la consigna execrable relativa a que “El trabajo os hará libres”. Tanto las versiones del trabajo como de la libertad –en la versión de la ultraderecha– son términos amañados y estrangulados. La laboriosidad a la que hacía referencia ese frontispicio de herrería remite al trabajo esclavo. De forma análoga, su libertad prometida conduce directamente a las cámaras de gas. Donald Trump denunció recientemente el genocidio de granjeros blancos en Sudáfrica a manos de negros africanos en una recepción al presidente sudafricano Cyril Ramaphosa realizada en la Casa Blanca. Sigmund Freud escribe en «Psicología y de las masas y Análisis del Yo» que “(…) se empieza por ceder en las palabras y se acaba a veces por ceder en las cosas”. 

Determinados individuos con micrófono –es decir, con capacidad de propagar sentidos– requieren justificar sus actos de canibalismo. Tienen que legitimar su crueldad. Tanto para auto justificarse como para hacer aceptable lo inaceptable. Con ese objetivo suelen hacer malabarismo con las jerarquías, apostando que los victimarios se ubiquen en lugar de los mártires. 

La repetición (naturalizada) de la falacia busca imponer su costumbre de verosimilitud: algo termina siendo válido al ser dicho por muchas voces y por múltiples voces. Se instala como verdad en el hueco que deja la ausencia de la conciencia crítica. Desde esa misma perspectiva, la narrativa reaccionaria insiste en que la perspectiva de género destruye la familia, al tiempo que los verdaderos encargados de aniquilar el cuidado mutuo, golpean, violan, discriminan, acosan e inferiorizan. Esos apóstatas del patriarcado –entrelazados con las diferentes formas de la reacción fascista– llegan a acusar de violentas a las mujeres y/o disidencias que defienden sus derechos. “La maté porque era mía”. Destruir la propiedad privada aparece como compatible con el femicidio. 

De la misma forma, los nazis lograron propagar la falacia de que se defendían de un ataque omnímodo generado por el cáncer del comunismo, el judaísmo y la gitanidad, confabulados. Todos ellos, vociferaba Joseph Goebbels, estaban comprometidos en despedazar a los desdichados arios. La apelación, desde este mecanismo, es triple. En primer término, intentando la conversión de los asesinos en pobres atormentados por cuerpos extraños. En segundo lugar, desparramando el miedo ante la posibilidad de que esos forasteros (alienígenas, feos, sucios y malos) logren su cometido de extinguir la pureza de la raza superior. Por último, sembrar la necesidad de que los impuros destruyan la castidad del orden social existente. Se trata de repetir una mentira hasta que se convierte en moneda de cambio normalizada. Incluso a pesar del deterioro de esa moneda. De su inflación. 

Ese es el mismo dispositivo utilizado por el macrimileísmo. Se ubican como víctimas de una casta política conformada por el populismo y el kirchnerismo. Culpabiliza a los salvajes de todos los males con el único objetivo de garantizar su debilitamiento y al mismo tiempo garantizar la continuidad de su sumisión. Existen sujetos que solo se sienten vivos si someten a otros. Sí logran aumentar sus centímetros de altura, parándose sobre el cadáver o la desesperación de otros. Sobre ese pilar se monta la racionalidad financierista. El prójimo existe solo como número. Es una cosa, carente de humanidad, de nombre, de historia. Ese guarismo puede estar tatuado en un brazo, inscripto en la cotización de una divisa o acaso presente en la oferta de acciones corporativas. El indicador del riesgo país, incluso, puede ser inverso al del riesgo vital de una población. 

El alarido de “¡Viva la libertad, carajo!”, es hoy la expresión transfigurada de un futuro exterminio basado en una crueldad asumida como proeza. Su pretendida heroicidad viene pavimentada por adoquines de justificaciones retorcidas, sustentadas por el desprecio y el supremacismo. Quizás fue Ernest Hemingway quien definió a esa horda canallesca con mayor precisión. “El fascismo es una mentira contada por matones”.

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