“Hay que ponerse en el lugar del otro”, dijo ella en un momento de su alegato. Fue después de preguntarle al juez Gorini: “¿Doctor, usted qué sentiría si estuviese en mi lugar?”.
Aunque esa pregunta es un recurso retórico, las circunstancias al límite que atraviesa este país la convirtieron en otra cosa, algo parecido a una invitación. No al tribunal, sino a quienes la escuchaban. Cristina es un animal tan político que envía mensajes siempre que habla, aunque se trate de su defensa en una causa armada en la que un fiscal gesticulador pidió un año de cárcel por cada año de gobierno y su inhabilitación perpetua, que se desliza hasta el borde la proscripción del peronismo.
Esa misma invitación fue hecha a lo largo de los siglos, en todas partes. La formularon los que intentaron tomar un camino distinto a la violencia. Porque aunque el tono de Cristina se mantuvo calmo, posiblemente porque pocos días antes le habían gatillado dos veces en la frente, también esa circunstancia, la de estar allí defendiéndose de tal sarta de mentiras, era profunda, ácidamente violenta. Hace años que la violencia política con camuflaje judicial la hostiga y la aísla. Y ahora, en lo que hace al intento de asesinato que sufrió, la vuelve a maltratar en una causa timoneada para el fracaso, como en todos los atentados en este país. Este Poder Judicial nunca se sacará el karma de no haber podido esclarecer ningún atentado. Y los fracasos obedecieron a la misma lógica corrupta y subterránea que lo recorre.
La violencia, esa palabra, esa idea, eso abstracto que encarna en la muerte y sus alrededores, nos acompaña como especie desde antes de surgir como tal. Pero también la compasión. No la que se pide lastimosamente, sino su núcleo, que no nace en el que sufre, sino en el que ve sufrir y se conduele. Eso es la compasión.
Nuestro destino de humanos fue una ruta muy larga y muy accidentada hacia la paz. La dominación es un impulso primitivo, que en los primates era y sigue siendo supervivencia y pulsión, pero en nuestra especie se deslizó hasta el vicio, la gula y la perversión.
Mucho de lo horrible que nos está pasando, a nosotros y al mundo, se origina en la voluntad de dominación de un país que se niega a aceptar que ya no es posible mantener su hegemonía. Que este mundo cambió y que ya no puede obtener lo que quiera de quien sea. O mío o de nadie, parece decir el norte, como un femicida. Si no es por la seducción, la cooptación o la corrupción, será por las malas, como tantas veces antes. Las malas confluyen en la sangre.
Desde que los padres tenían poder de vida y muerte sobre sus hijos y sus mujeres, desde que millones de personas esclavizadas murieron construyendo murallas, pirámides o estadios, desde la guerra antigua de conquista, que consistía en saquear poblados y matar a todos sus habitantes en el camino, hemos emprendido una interminable marcha en cámara lenta hacia la conciencia de la igualdad de las personas y la soberanía de los Estados. Quizá por eso surgieron los dioses: para tener testigos que nos vieran iguales.
Ahora podemos decir que alguien es racista. Durante mucho tiempo, época tras época, eso no podía concebirse porque hubiese sido excéntrico amonestar a alguien por sostener que un ser era inferior. Cuando una idea no existe, a nadie se le ocurre. O a tan pocos, que no pueden tocar la historia.
Muchos de nosotros abrazamos ya grandes la política partidaria porque Néstor y Cristina nos propusieron un modelo compasivo de Estado. No un Estado autoritario, ni un Estado corrupto, ni un Estado al servicio de las necesidades de la Casa Blanca o del FMI. El Estado de compasión con el que nos sentimos convocados tenía delicadezas que no llegaron a ser las de Evita pero tenían ese aire: ese aire puro, de reparación, de restauración, de justicia, social y poética.
Ese es nuestro eje, la justicia social, que como vemos en estos días sólo es posible cuando un país decide dejar de ser una colonia, porque no se puede concebir ni la hospitalidad ni la compasión en un país colonizado. La lucha por la equidad y la lucha por la soberanía son una sola.
Y eso es lo que nos propuso Cristina. Un Estado con una ética compasiva en las políticas de Estado. ¿Qué fueron las Qunitas? Una bienvenida del Estado a los bebés que llegan al mundo para dormir entre sus padres porque no hay otro lugar. El Estado les daba un lugar.
“Hay que ponerse en el lugar del otro. Yo lo hago, por eso acuñé esa frase, la patria es el otro”. En esa frase que acuñó esa mujer cosificada, blanco móvil, sacrificial, cuya terquedad política es tan constitutiva de ella como las uñas laqueadas, está el corazón de una comunidad organizada para vivir mejor y en paz. No era un slogan ni una ocurrencia. Es una filosofía sencilla y al alcance de todos, una manera de estar en el mundo, una chance para vivir la experiencia reconfortante de ser hospitalarios y recíprocamente, bien recibidos.
En el otro extremo de lo humano se nos convida a la barbarie. Obscenamente, desde pantallas y tapas de diarios. Desde estrados y desde los grupos neonazis que la OTAN puso de moda. En ese páramo vital donde el único goce es evacuar la frustración y sobreacturar la autoestima, han decidido que convertirán a este país otra vez en una niebla en la que los liderazgos “se hacen cargo de los muertos”.
Ese amasijo de editoriales que niegan el atentado, chats en los que se planifican otros asesinatos, la lentitud bochornosa de la jueza Capuchetti, Espert pidiendo bala para los trabajadores del neumático, Acuña mandando patrulleros a los domicilios particulares de los estudiantes y a su policía política a filmarlos en las escuelas, Larreta travestido en Bullrich, la pandilla soez de los entretenedores del odio que pasan por periodistas y arengan con que les pasen por encima a esos pibes maravillosos que han crecido en un modelo inclusivo, Macri pidiendo una Constitución arriba de la mesa, todo eso, va siguiendo un camino que desemboca en sangre y muerte.
La otra oferta es ponerse en el lugar del otro, y el miércoles Cristina fue la única funcionaria del gobierno nacional que dio cuenta del aumento de la indigencia y llamó a generar un instrumento urgente para garantizar la soberanía alimentaria. Eso lo pide alguien que está literalmente acorralada, amenazada y violentada desde hace muchos años, pero que sabe ponerse en el lugar del otro.