De repente estalló la piñata y volvió a caer la lluvia de argumentos con los que durante veinte años nos negaron la movilidad social ascendente. Con el reendeudamiento que ahora es tapizado con necesidad y con urgencia, con la insólita gentileza política de dirigentes que hasta ayer nomás defendían un modelo de país inclusivo y ahora pegan un volantazo que es bien mirado y elogiado en los grandes medios, lo que se le está negando al pueblo argentino básicamente es la posibilidad de la movilidad social ascendente.
Eso fue precisamente lo que vinieron a destruir en los 70, porque hasta entonces la deuda no era un problema, y lo que ahora no dejan renacer ni en la Argentina ni en Brasil ni en ningún país cuyo populismo, pasado en limpio y en crudo, significó también esencialmente eso: que los pobres y las clases medias pudieran progresar. Era hace tres meses que la gente mostraba sus asaditos en sus muros, como emblema de su disfrute de domingo. Hace apenas tres meses la mitad del país estaba orgullosa de haber generado una primera generación de universitarios. Es eso lo que han tachado del presente y el futuro los diputados que votaron el pago a los buitres, y la vuelta al FMI, y lo que votarán los senadores que acompañen a Macri.
Son dos cosas distintas pero comparten un mismo movimiento, y eso lo saben todos y los que lo niegan son hipócritas. Son dos paradas en distintas estaciones del mismo recorrido. Lo saben perfectamente y eso es lo que están consintiendo, y saben también que las cartas están echadas y que sus profecías jamás se cumplen porque parten de un engaño. No hay derrame. Los ricos no comparten. Ahora menos que nunca en varios siglos.
El peronismo, que en sus orígenes y en su esencia ancla en los cuerpos, que no cree en la redención en la otra vida ni en la generosidad de los privados sin la regulación del Estado; el peronismo que lucha por hacer mejor la vida cotidiana del pueblo, que existe para que alguien al mismo tiempo que muchos otros, tenga algo –un título, una casa, un auto, una fiesta de cumpleaños, unas vacaciones, un par de zapatillas, dientes– que hasta entonces nunca tuvo, reapareció en su peor faceta, encarnada en Diego Bossio, que es la de la residual voluntad de poder a cualquier precio. Ese peronismo que se pretende puro y desintoxicado de kirchnerismo, actuó en sentido contrario a la movilidad social, que es el corazón que empezó a latir en los 40, cuando los trabajadores y grasitas argentinos fueron reivindicados desde un movimiento político en el poder. Destruir la chance de progreso popular es, en cambio, el nervio del proyecto global de la Alianza del Pacífico.
Hay que disciplinar a los débiles para que renuncien a esas aspiraciones y acaten el otro lado de esa moneda. Mientras los diputados debatían una ley que si no se aprobaba, según Macri, iba a implicar más ajuste, hiperinflación, peste y caos –y mientras cada medida de su gobierno conduce exactamente a todo eso–, se anunciaban 650 despidos en el Hospital Posadas. Esas noticias no son noticias. El pueblo debe estar preparado para vivir peor cada día, para que los hijos vivan peor que los padres, para que la vejez sea un castigo. Eso no será noticia. Eso será lo normal. “El problema del mundo hoy es que la gente vive demasiado”, dijo hace unas semanas la directora del FMI. Nuestros funcionarios del área ya han dado los primeros pasos para despejar ese problema. No habrá nuevos jubilados, a los que no les hayan hecho aportes se quedarán sin el derecho, y PAMI recortó sus servicios. Lagarde pronto dirá, como Obama, que “Argentina está dando buenas señales”.
¿Qué hace uno cuando ya se dio cuenta? No es un problema que ataña sólo a la política. Nos pasa en todos los órdenes de la vida con el engaño, pero sobre todo con el autoengaño, con la parte de uno que se ha dejado persuadir por una falsedad. ¿Qué hace uno cuando ya se dio cuenta? ¿Qué hace uno cuando ya abrió los ojos? Hace algo. Y para que no haga nada, es que existe un mecanismo mental que se llama negación. La función que cumplen los argumentos locos (me refiero por ejemplo a los diputados que hablaron de la necesidad de inversiones para generar puestos de trabajo, mientras el gobierno que apoyaron destruye por día mil empleos con el cliché de los ñoquis, y mientras cualquiera que mire por la ventana advertirá que antes de cada ajuste brutal, en España, en Francia, en Portugal, en Irlanda, en Italia, etc., a cada pueblo se le dice lo mismo y esas inversiones nunca llegan y es necesaria entonces otra porción de deuda y más ajuste), la función, decía, de esas parábolas, de esas fases de gallinero, de esas entelequias, es sustentar la negación. Especialmente la de las capas de la sociedad que también repelen la movilidad social ascendente, o la desean para ellos solos, pero no para todos. Todo esto no sería posible si no anclara en un oscuro deseo de inequidad que persiste en sectores bajos, medios y altos: necesitan la conciencia y el espectáculo del dolor del otro para sentir una extraña seguridad.
Los medios ayudan mucho: la Argentina se asoma a un abismo económico tan grande que puede ser el más grande conocido, como la deuda que contraeremos, y en las pantallas de televisión los periodistas siguen hablando de “la ruta del dinero k”. No cabe duda de que los medios concentrados son descarados enemigos de la democracia, en todo el mundo. La manipulación de la opinión pública es el ariete para los grandes negocios. Nada más que para eso existen los medios concentrados, que ya no tienen nada que ver con lo que conocimos como periodismo. Acá hay una grieta por miles de motivos, pero uno de ellos, de base, es que la mitad de la gente ya se dio cuenta. A la debacle de 2001 llegamos sin masa crítica. Después del shock de la dictadura y de la democracia atada de manos, con un peronismo infiltrado hasta el tuétano por el liberalismo, cuando llegaron el blindaje y el megacanje, no se podía rasgar la tela. Vivíamos asfixiados por esa gasa de confusión propalada por los mismos columnistas que hoy festejan, y aunque hubo resistencia popular, los medios ya funcionaban como hoy. No registraban las voces críticas. Su circulación se ubicó siempre en medios alternativos.
El debate de esta semana en Diputados puso exacerbadamente en escena los mismos argumentos que estamos escuchando hace tres meses en los medios de comunicación, en el 98 por ciento de ellos. Todo se reduce a la vieja propaganda en blanco y negro de la época de la dictadura, en la que un tipo se sentaba en una silla hecha en la Argentina y se rompía, y era la mala calidad argentina la que obligaba a importar sillas. Deconstruyendo esa propaganda, se advierte que el primer paso, la excusa argumentativa para justificar la liberación de las importaciones (y la liberación de los mercados) no provenía de una ideología, ni de un modo de entender el poder, sino de una falla argentina.
Aquella propaganda se basaba en la idea de los argentinos no sabemos hacer sillas, de modo que no nos queda más remedio que importarlas. Es nuestra ineficiencia, nuestra falta de apego al trabajo, nuestro bajo rendimiento y nuestro poco valor agregado el motivo que nos obliga a comprarles a otros lo que no nos sale. Lo que quieren es que les compremos a otros. Pero, antes de eso, lo que deben hacer es convencernos de que somos incapaces. Este modelo apunta ahí: a quebrarnos en la convicción de que tenemos derecho a la dignidad. Cuando se quiebra esa convicción es que se abandonan las luchas. Hasta ahora eso no lo han logrado. No ahora. Nunca lo lograron.