La hegemonía de Estados Unidos inaugurada luego de la primera guerra mundial estuvo en disputa en varios momentos del siglo XX. El primero de esos momentos se vinculó al denominado Crack de 1929 cuando las teorías neoclásicas (hoy denominadas neoliberales) hicieron estallar la economía norteamericana y expandieron sus efectos nocivos sobre el resto de occidente. Durante ese lapso, las huelgas y el fantasma de la Unión Soviética dieron lugar al
keynesianismo, o Estado de Bienestar, para evitar que las doctrinas socialistas continuaran
extendiéndose por occidente.
Un segundo momento de debilidad hegemónica se produjo en torno a la guerra de Vietnam y la irrupción de una generación contracultural que empezó a cuestionar, tanto al interior de la sociedad estadounidense como desde el exterior, la superioridad moral de un sistema político amañado que solo ofrecía las ofertas que las corporaciones trasnacionales permitían. Ese segundo momento coincidió con la lianza entre el conglomerado industrial-militar y las empresas trasnacionales, cuyas cadenas de valor empezaron a imponerse como monopólicas.
La imperiosa e impostergable necesidad de contar con el acceso a recursos naturales para darle continuidad a sus operaciones globales, sumando a la irrupción de nuevos movimientos contestatarios y contraculturales, exigieron una transición cuya deriva terminó siendo superada por la tercera revolución industrial, conocida como la digital.
El primer desafío a la hegemonía fue política e ideológica. La segunda fue geopolítica y cultural. La tercera, que estamos viviendo en la actualidad, es de clara raigambre económico y comercial. El neoliberalismo –y su doctrina legitimadora, el Consenso de Washington—buscó expandir las capacidades de las empresas transnacionales con el objetivo de controlar los circuitos de provisión de materias primas y de sobreexplotación del trabajo: se desterritorializó para controlar el valor internacional de la mano de obra y al mismo tiempo motorizó las migraciones (por ejemplo de mexicanos y centroamericanos al norte del Río Bravo).
La paradoja de del neoliberalismo es que fue aprovechado por la lógica financiera y también por países ubicados al oeste del Pacífico, sobre todo China. En sólo 4 décadas el centro del comercio mundial se transformó y las ventajas tecnológicas otrora lideradas por Washington empezaron a difuminarse, obligando a muchos países a diversificar sus acuerdos comerciales, aceptando fuentes de inversión antes impensadas.
De los tres momentos de crisis hegemónica, nunca antes Estados Unidos s mostró tan aislado y ajeno a sus socios atlánticos. El supremacismo anglosajón siempre fue la argamasa de sustentación que hoy aparece como inconexa y frágil. La OTAN muestra su debilidad estratégica mientras que los abroquelamiento proteccionistas ponen en evidencia un nuevo formato de globalización más larvado, caracterizado por interconexiones múltiples y pragmáticas, menos ideológicas y estructúrales.
En ese marco, América Latina se ve presionado en forma simultánea por dos tensiones de
distinto signo: las postuladas por el Departamento de Estado, cuyos funcionarios se niegan a
aceptar la multilateralidad creciente, y las que provienen de un nuevo formato de globalización caracterizado por integraciones regionales polifuncionales capaces de no imponer sistemas políticos tal cual pretende Washington.
Paradójicamente, la Patria Grande cuenta hoy con espacios de autonomía potencial con las que no contaba medio siglo atrás. La integración regional y la articulación no jerarquizada con diferentes bloques (no excluyentes) se advierte como una ventana de oportunidad capaz de superar el pretendido tutelaje que la doctrina Monroe predispone para nuestro continente.