Poco después de las ocho de la noche, casi media hora después de que la infantería comenzara a tirar gases y que la montada apareciera por el Bajo para avanzar sobre la Plaza, quedaban todavía algunos grupos de manifestantes repartidos en las esquinas. La desconcentración había sido apresurada y tumultuosa, por momentos asfixiante. No sólo por el aire picante que corría de atrás a hombres y mujeres, sino porque la Plaza estaba tan llena que los ruidos de la represión habían acelerado muchos pasos, y algunos corrían sobre gente que había caído al piso, desmayados o trastabillantes. Todo era gritos, humo y confusión.
Muchos de los que corríamos ahí debutábamos, por nuestra edad, en manifestaciones de ese tipo, apabullantes. Nos habíamos pasado los siete años de dictadura sin ver ni intervenir en ninguna. En realidad, hubo una sola situación similar, unos meses antes, el 30 de marzo de ese año, 1982. Yo trabajaba en Humor Registrado, Piedras y Moreno. El 30 de marzo, el día del paro de la CGT Brasil, que tuvo una enorme convocatoria, el pequeño hall de la revista se había llenado de gente que se refugiaba donde podía de la represión feroz que se había desatado. Ese día muchos encargados de edificios de oficinas de esa zona habían dejado entrar a manifestantes para que subieran a las terrazas.
Pero dos días después del paro, se anunciaba el desembarco en Malvinas, y aquel movimiento hacia la recuperación de la democracia se detenía. Había cambiado la agenda, las noticias, los intereses, las alianzas, las perspectivas, los sentimientos, la guerra nos había cambiado a todos. Estábamos en suspenso, alterados por la plaza que había vivado a Galtieri, por las noticias que llegaban desfiguradas, por las sospechas que nos indicaban que “nuestros muchachos” eran rehenes de una estrategia destinada a más dolor, pérdidas y muerte.
Cuando en el medio de ese invierno el gobierno militar capituló, hubo otra gran concentración que fue convocada por la televisión para darle apoyo a Galtieri. Pero los miles que se acercaban lo hacían a las puteadas, iban a gritarle asesino. Entonces la manifestación fue brutalmente reprimida y el microcentro, esa noche, se convirtió en una trampa en la que en cada esquina eran golpeados y detenidos en carros de asalto los que huían por las calles laterales.
El 16 de diciembre, el día de la primera convocatoria de la flamante Multipartidaria, que integraban todos los partidos políticos rehabilitados por la dictadura después de la derrota de Malvinas, en el grupo que se había quedado en la esquina de Bolívar y Diagonal Sur, en el Cabildo, estaba Dalmiro Flores.
Era un metalúrgico de 28 años que había llegado hacía poco de Salta, donde se había criado en Camposanto, aunque ya de adolescente había optado por no seguir ayudando a Asencio y Dominga, sus padres, en los trabajos de la tierra, y se había ido a trabajar como albañil y electricista a Salta capital. Poco después se vino a Buenos Aires y había encontrado trabajo primero en Decker, en muy malas condiciones laborales, y luego en Marshall. Se había afiliado a la UOM. Aquel día había ido a la plaza con sus compañeros.
La plaza ya estaba casi vacía, salvo por esos pequeños grupos de las esquinas. De pronto, de un Falcon verde con patente, cuyo número fue tomado por un compañero, salió un hombre vestido de civil. El grupo de manifestantes empezó a correr. Los policías de civil dieron la voz de alto casi en simultáneo con un disparo. El balazo entró por la cintura de Dalmiro Flores, que estaba de espaldas y cayó muerto. “Morite peronista hijo de puta” gritó el tirador antes de volver a subirse al Falcon. El asesino no lo sabía, pero Dalmiro se había afiliado al PJ tres días antes de esa marcha.
No fue un muerto más entre las decenas de miles de muertos que malparió la dictadura. La noticia de ese asesinato por la espalda en la marcha de la Multipartidaria fue la gota que apuró el trago amargo de esos años. No fue un NN. Tenía nombre y padres, que se vinieron a Buenos Aires a reclamar su cuerpo. Se lo entregaron desnudo, sin ninguna de sus pertenencias, ni su ropa, ni su reloj ni el poco dinero que llevaba en los bolsillos. El número de patente del Falcon (C-850.276) no sirvió para nada. Su asesinato quedó impune. La explicación oficial dio cuenta de que el muerto no había acatado la voz de alto. Asensio Flores, el padre de Dalmiro, al ser entrevistado, dijo que su hijo hacía poco había quedado sordo.
En Salta las autoridades no permitieron velatorio. Tenían miedo a un estallido. Su familia y sus amigos lo enterraron en Camposanto, en sigilo. Era la dictadura la que tenía ese miedo. Miedo del pueblo que había perdido el miedo.
El nombre de Dalmiro Flores quedó desde entonces flotando en la historia popular, como una marca en la madera difícil y rugosa de la libertad. Como una bisagra entre la noche cerrada del terror, y la democracia y los derechos laborales que él también reclamaba.
En mayo del año siguiente llegó el llamado a elecciones.
Cruda historia .
Nuestro país, desgajado por estas lacras cobardes, quienes sólo eran » valientes » cuando tenían todo el poder .
La cárcel terminó siendo un castigo menor .