En 2009, en plena crisis financiera global por las subprime y con las cenizas de la 125 aún tibias, el Frente para la Victoria perdió las elecciones legislativas. Fue el turno de las testimoniales, en las que el propio Néstor Kirchner expuso el cuero, contra una alianza conservadora que encabezó el empresario De Narváez. Los analistas se apresuraron a firmar el certificado de defunción del kirchnerismo, que apenas dos años más tarde logró su triunfo más resonante, 54%. ¿Qué pasó en el medio? Políticas cotracíclicas que defendieron el mercado interno de la tormenta externa y preservaron las condiciones de vida de las mayorías.
En 2017, luego de un bochornoso escrutinio en las PASO, que dejó para después de que se armaran las tapas de los diarios los votos de la tercera sección electoral bonaerense, finalmente Cambiemos se impuso en las generales por escaso margen y logró las dos bancas de senador. Eran los tiempos de la “derecha moderna y democrática”, a la que le avizoraban “un ciclo de veinte años”. Dos años después, Macri sufría una aplastante derrota en primera vuelta. ¿Qué pasó en el medio? Que se terminó el crédito internacional, y la crisis de deuda y divisas nos empujó a los brazos del FMI.
La idea de que los resultados de las elecciones de medio término preanuncian la continuidad o el fin de un ciclo político, en este siglo, resulta al menos aventurada. Como tantas otras cosas, es una máxima del siglo pasado -derrota del radicalismo frente a Don Antonio Cafiero en 1987, derrota de Chiche Duhalde frente a la Alianza en 1997-, que haríamos bien en dejar en el arcón de los recuerdos.
¿Qué cambió de ayer a hoy? Casi todo. Recientemente el investigador Mario Riorda describía las campañas electorales actuales como “plebiscitos emocionales”, que miden el (mal) humor de la ciudadanía en un día determinado. Las emociones son cambiantes, casi efímeras, por lo que cualquier ejercicio predictivo se convierte en un juego de azar suicida, capaz de arrasar con reputaciones forjadas a lo largo de años.
Álvaro García Llinera, académico y ex vicepresidente de Bolivia afirma que, en este tiempo histórico, ni las victorias ni las derrotas son decisivas. Todo es efímero, inestable, cambiante. Impredecible. Nada tiene consecuencias unívocas, evidentes ni, mucho menos, indiscutibles. A modo de ejemplo, el macrismo conserva su caudal electoral a pesar de la crisis autoinfligida hace muy poco y sus principales espadas critican… la economía.
Al menos parte de esto es atribuible al efecto “presente permanente”, como el timeline de una red social, en el que nos sumergen las tecnologías con las que convivimos. Sostiene el filósofo coreano Byun Chul Han en “La sociedad del cansancio” que la hiperconexión nos hace perder memoria, olvidar el pasado, con excepción de lo muy reciente, y con él las líneas que lo unen al presente y lo explican.
¿Entonces? Haría bien el gobierno, independientemente de lo que ocurra en noviembre, en no comerse la curva. El resultado electoral en sí puede tener menos efectos de verdad, en el sentido de consecuencias empíricas sobre la realidad, que las conductas y reacciones desesperadas de los candidatos y funcionarios. El riesgo mayor, más que la derrota en sí y la pérdida de legisladores, es el efecto de profecía autocumplida.
El problema mayor del Frente de Todos no es su baja performance electoral, sino su causa, que radica en el incumplimiento del contrato de 2019. A su vez, este es atribuible a la autonomización -total o parcial- de un sector de la coalición que ocupa, pero no ejerce, espacios de poder mucho mayores de los que le corresponden por peso político.
2023 está muy lejos. Claro que terminar bien parece utópico, siguiendo por esta senda. Pero no se trata de eso, sino de poner una cuota de audacia e iniciativa, para transformar y redistribuir algo. Si en estos dos años se construye un mejor presente -asumiendo que para ello es necesario afectar intereses y abandonar la pretensión de tener un millón de amigos-, el actual será olvidado rápidamente, sepultado por capas y capas de pasado.
Optimismo y realismo.
Excelente nota, Gastón. Comparto 100% lo que decís. Lo complicado no son las elecciones, sino dotar de contenido, de Norte y de capacidad de gestión a la coalición de gobierno. Si en estos dos años se pudiera consensuar y ejecutar una agenda transformadora (no hace falta que sea deamasiado ambiciosa, sino que se lleve a la práctica) no me cabe duda de que este presente quedaría sepultado por un futuro mucho más promisorio.