Yani es chiquitita

–Yani, parate al lado de Felipe que te saco una foto.

Hace un frío indescriptible y Yani, que tendrá unos cuatro años, apenas si asoma los ojos por abajo de su gorro de lana colorada. Los mocos y el gorro la obligan a levantar la cabeza y está molesta. La molesta, parece, la excitación de su madre.

–¡Mirá, Yani, Felipe! –dice la madre, señalando la foto en la puerta del teatro Gran Rex, donde dentro de media hora empezará la función de Chiquititas. Yani no se conmueve más de lo que ya está, temblando de frío, moqueando y con el gorro impidiéndole ver hacia adelante. Mira para abajo.
–¡Levantá la carita, Yani, que te saco una foto con tu novio! –le grita la madre mientras la tía sostiene el paraguas, porque además de hacer frío, llueve torrencialmente.
–¡Carteritas, sombreros, llaveros, vinchas luminosas! ¡Carteritas, sombreros, llaveros, vinchas luminosas! –aúllan los vendedores de merchandising con las caras de los nenes y las nenas de los personajes del programa de Telefé.

Yani señala a uno de ellos. Quiere que le compren una vincha luminosa.

–No, no empecemos con comprame y comprame. Quedate quieta ahí y reíte que te saco una foto con tu novio –le insiste la madre. La tía ya se cansó de sostener el paraguas y la madre se moja. Yani llora.
–Quiero vincha –dice.
–Vincha nada. Dale, Yani, que hace frío. Mirá a Felipe.

Yani no mira a Felipe. Debe ser que cuando mira “Chiquititas”, por las tardes, en su casa, Felipe le cae simpático, aunque es probable que no haya sido a ella a quien se le ocurrió que es su novio. Pero aquí, en la puerta del Gran Rex, no logra conectar esa imagen que sonríe detrás del vidrio de una puerta con la del chico de la tele. Yani llora. La madre empieza a perder la paciencia.

–Vincha –dice Yani.
–Vincha un carajo –se excede la mamá, que tiene el pelo empapado y agita la cámara de fotos como si estuviese a punto de revolearla por el aire y enviarla, con la fuerza del envión que piensa darle, a la estratosfera por donde según Menem íbamos a llegar en dos horas a Japón. A la madre de Yani seguramente le gustaría irse ahora a Japón, disolver este presente de lluvia, frío, teatro, cuidados maternales y fotos para el portarretratos del living, y aparecer en Tokio por arte de una magia que le permitiera extraerle alguna otra cosa a la vida. Yani llora.

–Vamos a casa –dice la nena, desorientada por el tumulto.
–¿Que qué? ¿Vamos a dónde? –se exalta su mamá, antes de apretar los dientes y sacudirla a Yani contra la puerta del teatro en la que Felipe sonríe imperturbable.
–¡Carteritas, sombreros, llaveros, vinchas luminosas! –pasa gritando una vendedora entre Yani y su madre. La nena señala la bandeja en la que están brillando intermitentemente vinchas con antenas que terminan en forma de estrella, rojas, azules, verdes. Son a pila, y la experiencia indica que funcionan no más de dos o tres horas. Después, aunque se les cambien las pilas, se extinguen para siempre. Son inequívocas falsas estrellas. Pero ahora, en este instante, sus brillos remiten a los efectos especiales que Chiquititas no ahorra, como no ahorra lágrimas infantiles ni golpes bajos. Ahora, en el hall del Gran Rex, esas vinchas parecen poder enviar a las niñas que se las pongan en las cabezas a lugares lejanos y extraordinarios, mucho más lejanos incluso que Japón, a otros planetas en los que los chicos, como en Chiquititas, no tienen madres que quieren sacarles fotos a la fuerza sino tutoras chévere que les enseñan canciones pegadizas. A su manera, Yani y su madre quieren lo mismo. Están en el hall del Gran Rex persiguiendo la idea de estar en otra parte. Otro lugar, en el que Yani ría, y en el que su mamá aprenda a cantar.

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