Ahora que ya pasó el furor por El nombre de la rosa, sólo los estudiantes de Comunicación siguen leyendo a Umberto Eco. Le debemos todos, los interesados en la semiótica y los que no, el haber expulsado del claustro y haber derramado sobre la gente más o menos común y corriente la poderosa, cardinal y formidable importancia de eso que llamamos nombre. Lo que Eco hizo en su momento de máxima popularidad fue combinar algunas nociones académicas, ésas que dan cuenta de la relación entre significantes y significados, con una trama policial y con el ámbito fascinante de un monasterio medieval: allí, en los monasterios medievales, se practicó más que ningún otro culto el del misterio. Cuando aún la escritura y la lectura eran artes de pocos, los monjes cristianos medievales llevaron a cabo la cruzada secreta y titánica de mantener el misterio de los signos lejos del mundo, al que consideraban inmundo.
El mundo, sin embargo, explotó en signos imparables, prolíficos, indetenibles. Y alguien llamó rosa a la rosa y nombrándola la hizo todavía más rosa. A tal punto, que es inconcebible pensar en la rosa y no pensar en su nombre. El nombre de la rosa la contiene, la delimita, la prefigura, la determina, la distingue y la marca. Eso es lo que hacen los nombres: dan origen.
Algunos años después de que Sean Connery en la piel del monje detective de la novela de Eco fuera a parar a los video clubes, llegó Carlos Menem al poder en la Argentina. Carlos y su esposa Zulema Yoma tuvieron dos hijos, a los que llamaron Carlos y Zulema. Esos hijos deben haber sido, como todos los hijos pero acaso un poco más, a juzgar por sus nombres, prolongación, réplica, continuidad genética, emocional, patrimonial. En algún sentido, todos los hijos son políticos, pese a que en la genealogía se llama pariente político a aquel que no es consanguíneo. Los hijos biológicos o adoptivos son hechos políticos de la propia vida. Los hijos llegan al mundo o al hogar después de haber ganado una elección, de haber logrado un consenso, de haber superado innumerables negativas –sociales, biológicas, conyugales– para arribar a la afirmación que encarnan ellos mismos y que hacen que un hijo siga siendo, cada vez y en cada caso, una refundación de sus padres.
Pero los hijos de Carlos Menem y Zulema Yoma, es decir Carlos y Zulema, debieron completar sus nombres para ser nombrados. Visto así, sus padres les pusieron nombres insuficientes. Carlos fue Carlos Junior, Junior o Carlitos. Murió joven y trágicamente. Hoy, otro presunto hijo de Menem reclama su apellido, pero ya tiene su nombre: también se llama Carlos, aunque su obligado plus diferencial es Nair.
Zulema, por su parte, es Zulemita, y en estos días da que hablar. Después de haber acarreado sobre sus hombros y durante una década los apelativos que nunca son inocentes, y que en su caso fueron diminutivos -Zulemita, primera damita, la hija de Menem, la hija de Zulema–, esta mujer de casi treinta años grita a su padre en una grabación y se exalta y reclama y bordea nuevamente el drama familiar que nunca la tiene en el borde sino en el medio de esos dos que la concibieron nombrándola como la nombraron.
En los programas de televisión los panelistas se esfuerzan por interpretar los signos que Zulemita emite con su cuerpo, su voz, sus desgarros. Los panelistas políticos hablan de cuestión de Estado si es cierto que Zulemita sacó de la casa paterna papeles que comprometerían a Menem. Los panelistas del corazón evalúan si está celosa de Cecilia Bolocco, si está en llamas porque su padre está por reconocer a su hijoilegítimo, o si es su madre, la Zulema auténtica, la que quiere sacar algún partido de esta nueva herida en la saga familiar.
Como fuere y más allá de lo que sea que le esté pasando, Zulemita sigue siendo Zulemita y tal vez no sea un detalle de su propia historia tener que vivir encapsulada en un diminutivo toda su vida, bajo el régimen de duplicación que impusieron para ella sus padres cuando le dieron nombre. Y aunque Eco no esté aquí para auxiliarnos en la revelación de esta trama, no es raro suponer que entre la rosa y su nombre hubo un equívoco. Zulemita se ahoga en su nombre.