El hombre verdadero

“Vivir juntos, en mundos separados.” Así se llama este año el informe del Fondo de Población de las Naciones Unidas, que se da a conocer hoy en todo el mundo. Alude a hombres y mujeres, que viven juntos, pero en condiciones que los separan: esta vez, el trabajo elaborado en base a los informes que fueron recabados en las Cumbres de Población y de Mujeres (El Cairo, Beijing, Nueva York) y a los informes de seguimiento en cada país, va directamente al grano, es decir, a la discriminación por género. Hombres y mujeres no juegan el mismo juego, ni juegan con las mismas reglas. Una de las virtudes del informe es permitir una lectura a través de los diferentes cortes que se pueden hacer sobre la población mundial: hay hombres y hay mujeres, sí, pero también hay ricos y hay pobres, y hay niños y hay adultos, y hay jóvenes y hay viejos. En cualquiera de estas categorías se lleva la de perder si se es mujer. Y el gran eje sobre el que cabalgan los problemas de población mundial es el de la salud reproductiva. Si se debieran suprimir los matices, los detalles, las infinitas complejidades de cada cultura, podría rescatarse una línea del sustancioso informe de la ONU: “Un tercio de los 80 millones de embarazos que se producen anualmente en el mundo no son deseados”. De ese tercio, algo más de 26 millones de embarazos, se desprenden los veinte millones de abortos anuales realizados en malas condiciones sanitarias, las 78 mil muertes de mujeres y los miles de chicos que quedan huérfanos o sin nadie que se ocupe especialmente de ellos.

Pero uno de los ítem más interesantes del informe es el que no habla de las mujeres sino de los hombres, en relación a la salud reproductiva. Es un ítem que no habla de hechos sino de las ideas que generan los hechos. Más particularmente, habla de la idea del “hombre verdadero” que impera en gran parte de los países del mundo, y se refiere a la necesidad de desarticular esa idea si se pretende no sólo dejar de avalar la horrenda injusticia que cotidianamente se lleva a cabo contra las mujeres sino también si se quiere promover el desarrollo y si se quiere, por qué no, tender sobre los hombres, especialmente los pobres, un manto de piedad que les aligere la carga que llevan sobre sus hombros.

El informe cita un análisis no de la cultura maorí ni de la quechua sino de la norteamericana, en la que se describe “la masculinidad tradicional”: “La supresión de una gama de emociones, necesidades y posibilidades, como el placer de cuidar a los otros, la receptividad, la empatía y la compasión, se consideran incompatibles con el poder masculino. Las emociones y necesidades no desaparecen, pero no se permite su expresión. La persistencia de emociones y necesidades no asociadas con la masculinidad es, en sí misma, una gran fuente de temor. Ese temor oculto puede expresarse en forma de agresión contra terceros o contra el propio hombre”.

Las ideas sobre el “hombre verdadero” que intentan poner en práctica millones de hombres en el mundo, desempleados, pasivos, impotentes, desposeídos de sus tierras o de sus casas, desalojados, desarmados, vencidos, “crean condiciones propicias al fracaso”. Si un hombre nace pobre o vive en un país que lo destierra a la pobreza, si es educado en función de esa idea del “hombre verdadero” que él nunca encarnará, si depende de su mujer para comer, si sus hijos no respetan la autoridad que él les impone porque a su vez les enseñó a respetarlo sólo en tanto potente y proveedor, ese hombre, en tanto hombre, nace para el fracaso. Y es muy posible que ese fracaso se reconvierta en palizas, humillaciones o mala vida para su mujer y sus hijos, pero así y todo ni uno sólo de esos golpes o esos maltratos dejará de ser un fracaso propio. Ese es más o menos el círculo vicioso de las ideas en las que hombres y mujeres estamos atrapados. La comprensión de ese círculo vicioso recupera otra idea, la idea griega sobre la libertad: se es libre sólo entre iguales.

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