Extranjeros

En algún remoto lugar de la lengua, hospitalidad y hostilidad encuentran una raíz común. Ambas son las caras de una misma moneda que un anfitrión le arroja a un extranjero. Cualquiera de ellos o nosotros, unidos en ese “ellos” o ese “nosotros” en virtud de un conjunto que podría surgir de una nacionalidad, de un idioma, de una etnia o de un género, puede responderle al otro con gentileza o agresión. ¿De qué depende que ante alguien se desplieguen los ritos de la cortesía y la civilidad, del asilo o del refugio, mientras otros sólo encuentran puertas cerradas, desprecio, explotación o abusos? ¿Quién es el extranjero, hoy, cuando un chino y un neocelandés o un uruguayo y un belga juegan partidos de backgammon por la red para combatir el insomnio? ¿Qué pregunta del extranjero resulta tan incontestable que se dirigen contra él los resabios más salvajes de los nacionalismos?

Recientemente, la ONU acaba de crear el cargo de Relator para los Derechos Humanos de los Migrantes, un puesto cuya primera titular es una mujer, Gabriela Rodríguez, una chilena de 53 años, exiliada tras el golpe de 1973. Con este paso, se intenta pasar al primer plano de la agenda internacional la problemática de las migraciones, imparables en la nueva dinámica global, que generan por un lado un movimiento incesante de personas que abandonan su país de origen, y por el otro xenofobia y racismo. Los migrantes viajan casi siempre en condiciones infrahumanas a través de países de tránsito y llegan ilegalmente a sus destinos, los países más ricos, en los que ya hay anticuerpos contra ellos. La obstinación de esos millones de migrantes en mantenerse donde están, pese a la explotación, los crímenes y las injusticias de las que son objeto, sólo habla del infierno del que vienen: la parte pobre del mundo se ha erigido en un laboratorio del fracaso y la desolación tan exitoso, que esos millones de personas consideran inimaginable algún tipo de progreso o de expectativa en ellos, y rechazan la idea del regreso.

En una obra a dos voces entre el filósofo Jacques Derrida y la psicoanalista Anne Dufourmantelle que acaba de editar De la Flor (La hospitalidad), Derrida aborda las dos caras de esa moneda de la hostilidad-hospitalidad, y analiza qué requisitos objetivos deben darse para que un pueblo esté en condiciones de recibir hospitalariamente a miembros de otros pueblos. A lo largo de un paseo por los griegos, Derrida descubre que en la tradición occidental es siempre el Extranjero (el xenos) quien trae la pregunta temible, quien pone en duda “lo natural”, quien con su sola entidad de Otro y de Diferente amenaza el orden establecido. A partir de allí, de reconocer en el otro una amenaza, surgen las leyes de la hospitalidad. La primera es pedirle al extranjero que se identifique: el dueño de casa tiene un nombre y le exige al extranjero que le demuestre el suyo. Acaso por ser ésta la primera de las leyes de la hospitalidad, los argentinos nos referimos a los inmigrantes que no deseamos como “indocumentados”. En no poder acreditar la propia identidad sitúa a los extranjeros en un terreno que disculpa a los dueños de casa de ser hospitalarios y condena a los migrantes a ser víctimas de cualquier abuso sin poder recurrir al Estado receptor: sin documentos no hay denuncia posible.

Uno de los nudos del texto de Derrida, sin embargo, ubica en la fragilidad de los dueños de casa las razones de la xenofobia. “No existe hospitalidad, en sentido clásico, sin soberanía sobre sí mismo y sobre el propio-hogar”, dice. Nadie puede ser anfitrión de una casa que no es la suya. Y he ahí la puntada perversa de este mundo global: empuja a la mitad de los pobres a migrar y crea las condiciones para que la otra mitad les declare la guerra.

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