Holanda y el hambre

Recién ahora estoy comprendiendo que el fútbol es una utopía y que los futboleros son a su manera perpetuos soñadores. Es algo que vengo pescando partido tras partido, casi literalmente: tiro la caña y saco gestos, aplausos, semisonrisas, gritos decepcionados cuando la pelota que casi entraba sigue de largo. No pesco, en cambio, como en otros mundiales o en los partidos de las copas de entrecasa, ese fastidio fastidioso de la platea masculina, que quiere siempre corregir, enseñar, indicar, a veces con insultos o descalificaciones. No pesco esa actitud roñosa del que se jacta de saber hacer lo que no hace. Eso lo siguen haciendo algunos relatores, pero la gente mira y se admira. Es que juegan muy bien.

Ignacio Copani dio en la tecla hace unos cuantos años cuando describió la argentinidad como una manera de atar todo con alambre. Era ésa una definición ajustada de una vieja tradición local, hija natural de un país en el que algunos de sus mayores talentos estudiaron en la universidad de la calle. Estamos habituados a ver qué hay en la heladera para hacer la comida. Y a reciclar líderes porque otros no aparecen.

Pero esta vez, incluso privados del grito catártico del gol, hubo aplausos para algunas jugadas y un ánimo templado a pesar de algunos tiros desviados. Parecía, la platea masculina, estacionada en el respeto al buen juego.

Las camisetas anaranjadas de Holanda me trajeron un recuerdo de una época distinta. Era 1978 y la Argentina acababa de ganar el Mundial. Yo había ido de Quilmes al Obelisco con unos amigos, pero no pudimos llegar más allá de San Telmo. Caminamos. Nos separamos en el medio de una marea de gente. Seguí sola y empecé a tener miedo. Remolinos de muchachos que iban saliendo de todas partes gritaban “el que no salta es holandés”. Y gritaban otras cosas que la memoria tuvo a bien desechar. Aquélla era una victoria de dientes a la vista. Caminé y caminé hasta la avenida Corrientes y en una de esas calles laterales vi un micro interceptado por la multitud. Era el micro que llevaba al equipo holandés, creo a una recepción con los comandantes en jefe a la que finalmente no fueron. La gente golpeaba el micro. Lo pateaba. Las cortinas de las ventanillas, desde adentro, eran corridas para esquivar las pedradas que no hubo pero que bien podrían haber llegado. El micro llegó a tambalear. Después siguió su curso, mucho después, atravesando una lluvia de insultos.

Ayer por la mañana, un argentino que vive en Amsterdam contaba que iba a ver el partido en un teatro y que se iba a poner la camiseta blanca y celeste. Lo contaba naturalmente, y ante las bromas, dijo: “Acá son tranquilos con esas cosas, no pasa nada”.

Acá no éramos tranquilos con esas cosas: desde el ’78, a Holanda se le debe una disculpa.

Ayer el equipo argentino volvió a jugar muy bien. No parecen, esos chicos, estar instruidos en el arte de la simulación de la falta, ni en la humillación del rival, ni en la treta del juego sucio coronado con el gol, que todo lo justifica y lo perdona. Es como si el fútbol se hubiera convertido en otro deporte, que ofrece destellos de esa utopía que buscan los soñadores. Ráfagas del ensamble noble, chispas de la estrategia adecuada. Jugando así, no es necesario ser canalla. Jugando así, la caballerosidad es posible.

Jacques Derrida, en su libro La hospitalidad, explica que nadie puede ser un buen anfitrión si no se siente dueño de su casa. En el ’78 esos horribles anfitriones que fuimos no éramos dueños de nada.

El tiempo ha pasado y la vida nos reservaba, como pueblo, estos indicios de madurez y autonomía. Y como en el fútbol, tal vez estemos rumbo a jugar bien, y a no estar obligados a seguir usando alambre.

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