Clase media

En el Alto Palermo Shopping todo transcurre como de costumbre, con gente deambulando por sus distintos niveles, en su microclima confortable. De pronto, una mujer cualquiera, que baja por una de las escaleras del entrepiso, cargando en las manos muchas bolsas de compras, comienza a cantar con toda su voz de soprano, vibrante, “La Traviata”. La gente se detiene, se da vuelta, busca con los ojos la fuente de esa voz que llena, descontextualizada, todo el espacio. Se ven los ojos de sorpresa, los comentarios entre desconocidos, las sonrisas de ese deleite inesperado. A la mujer se le ha unido un tenor, que es el guardia de seguridad privada apostado en esa escalera. La gente en el shopping rinde toda su atención a eso que no fue a consumir. No ese día, no ahí.

Así empieza y cierra el documental Clase media, de Juan C. Domínguez, producido por la Unsam (Universidad de San Martín), que se puede ver con debate posterior los jueves de junio en el Centro Cultural de la Cooperación. Con valiosos apuntes que van hilvanando Jorge Halperín, Maristella Svampa, Juan José Sebreli y Ricardo Forster, el documental apoya su punto de vista en el libro Historia de la clase media argentina, del historiador Ezequiel Adamovsky, quien también en la película va cosiendo los ciclos que se suceden desde las grandes oleadas inmigratorias del siglo XX.

Antes de ese brusco cambio demográfico y cultural que fue la llegada masiva de inmigrantes pobres de los países pobres de Europa, no existía la clase media ni la idea de clase media tal como la concebimos. En su libro, Adamovsky bucea en documentos, obras literarias y fuentes periodísticas del siglo XIX y de las primeras décadas del XX, y si bien la expresión clase media cada tanto aparece, obedece más a una importación de palabras francesas que a una expresión que reflejara a un sector social en la Argentina. Aquí había “gente decente” y “bajo pueblo”: elites por un lado, y criollos, gauchos e indios por el otro. Los inmigrantes trajeron con ellos algo vertebral en la clase media: la aspiración. Eran pobres que habían dejado tanto atrás –sus raíces, sus lenguas, sus familias–, que a cambio aspiraban no sólo a ascender socialmente, sino a generar eso otro que sigue hasta hoy marcado a fuego en la clase media: querían una identidad propia, que los ubicara sólidamente en el camino zigzagueante del ascenso social. Querían afincarse y tener un hijo doctor.

Históricamente, la clase media aparece mucho después del tajo de civilización o barbarie. En el telón de fondo social que implicaba esa concepción binaria, había una pequeña clase dominante y todo lo que se le opusiera representaba retroceso. Fueron los hijos de los inmigrantes, ya identificados con la preponderancia racial europea sobre la población preexistente o mestiza, los que varias décadas después constituyeron el amplio segmento cuya identidad fue tan fuerte y cristalizada que llegó a resumir “lo argentino”.

En esos años fundantes, primero se produjo un movimiento de rechazo de las elites a los recién llegados, muchos de ellos comunistas o anarquistas. Indica Adamovsky que la barbarie pasó de ser asignada al gaucho para trasladarse a los inmigrantes activistas. Poco después, sin embargo, con la escuela pública ya como herramienta emparejadora de una identidad nacional, la nueva generación nacida en la Argentina es reubicada en el escalafón social, y es la destinataria de un nuevo rol: será el amplio dique contenedor entre las elites y lo que siguió siendo “el bajo pueblo”. Nace el orgullo de la clase media. Nace su afán de superación. Nace su autopercepción de centro, pero nace concebida por las elites. El país, ya acomodado en su perfil agroexportador, necesitó y fomentó una nueva división del trabajo que favoreciera el surgimiento de un sector de trabajadores que se sintieran y que vivieran de un modo distinto que otros trabajadores. La identidad de la clase media es en buena parte el resultado de ese movimiento que reagrupó a los nuevos profesionales, a los empleados en relación de dependencia, de servicios, de cuello blanco, en base a aquel viejo punto de partida que ha sido poco visibilizado tan crudamente: la jerarquía de los colores de piel. La clase media emergió blanca.

Pero a pesar de que fue una construcción política y culturalmente lenta, a pesar de que en sus cimientos está esa generación de maltratados que fueron aquellos españoles, italianos, polacos, ucranianos, la clase media tal como la conocemos emergió recién en la década del ’40, cuando el peronismo trajo a la primera línea de juego al sujeto trabajador orgulloso de su trabajo manual, al que no venía a disputar solamente sus derechos laborales, sino su propia cultura, sus propios valores y su propia representación política. La clase media, entonces, emergió defensivamente, y en ese movimiento de autodefensa, fue el escudo de otra clase.

En el recorrido que hace la película, se puede ver no obstante cómo de esos mismos sectores medios nacieron sus anticuerpos. En la historia de la clase media no se ve solamente el recelo que los descendientes de inmigrantes sintieron hacia los cabecitas negras a los que Evita había exorcizado de sus complejos de inferioridad llamándolos “mis grasitas”. Con el foco más cerca, se ve cómo la clase media ha pujado consigo misma desde mediados de los ’60. De ella han salido impulsos y valores contrapuestos, sucesiones de acción y reacción. De esto nos hablan las familias partidas por la polarización peronismo-antiperonismo.

Esta microfísica del poder ofrece una herramienta para entender otras escenas que todos tenemos en la retina. Hasta los enfrentamientos de pobres contra pobres tienen en su motor ese recelo del que ha conseguido algo con esfuerzo, hacia aquel que lo recibe presuntamente “sin ganárselo”. Es un recelo que no se pregunta nunca por la injusticia ni por la inequidad en las oportunidades, es un recelo que necesariamente incluye como legítima la existencia de la pobreza. El trauma del destierro de una generación fue tapado con las conquistas sociales y culturales de la siguiente. Un sentimiento tapó otro sentimiento. Eso da resentimiento.

En la película de Domínguez aparecen Mafalda y Susanita, que lleva un cochecito de bebé mientras pasean en los ’60 y pasan al lado de un mendigo. Susanita dice: “Me parte el alma ver gente pobre”. Mafalda le contesta: “Yo no tengo nada contra los pobres. Al contrario. Habría que darles trabajo y protección”. “¿Para qué tanto? –le dice Susanita–. Bastaría con esconderlos.”

Entre que Quino pensó ese diálogo de la clase media consigo misma –Mafalda y Susanita expresan claramente ese corte– vinieron los ’70, vino la militancia, volvió el peronismo, hubo violencia, llegó el golpe, hubo terrorismo de Estado, hubo resistencia, hubo masacre, volvió la democracia, cayeron gobiernos, hubo una década de neoliberalismo, y ciclo tras ciclo la historia fue demostrando que los pobres no eran el enemigo de la clase media, que su suerte siempre estuvo echada junto con los de abajo.

En el documental, los clientes del Alto Palermo, sorprendidos por “La Traviata” en pleno shopping, caen en éxtasis cuando de entre ellos mismos, camuflados como otros compradores o paseantes, los miembros del coro se acoplan a la soprano y al tenor, y la música envuelve a todos. Son consumidores de jeans o remeras inesperadamente convertidos en consumidores de alta cultura. Hay un disfrute que se advierte en muchos ojos, que cuando se apague el eco de Verdi continuarán mirando las vidrieras.

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