La carta de Mónica

“¿Qué se siente ser la principal reina del sexo oral en Estados Unidos?” Así comienza la larga carta, titulada “Vergüenza y supervivencia”, que, después de una década de hermetismo, escribió Monica Lewinsky y fue publicada en el último número de la revista norteamericana Vanity Fair. La ex becaria de la Casa Blanca que mantuvo un affaire con el ex presidente Bill Clinton en 1998 ya tiene 40 años, vivió y estudió en Londres durante un largo período, siempre con la boca cerrada y tratando de pasar inadvertida y, según relata, harta de rebotar en entrevistas laborales porque su nombre quedó marcado a fuego por las escenas de sexo oral en el Salón Oval, decidió, tal como escribe en el último renglón de su carta, que ya “es hora de quemar la boina y enterrar el vestido azul”.

En su momento, el impacto nacional y mundial fue tan fuerte que se pasaron por alto todos los tópicos sobre intimidad y vida privada que a su vez se pasaron por alto para que llegara a existir el “affaire Lewinsky”. Ello incluyó la publicidad de conversaciones privadas, teléfonos intervenidos, el voluminoso informe de un fiscal independiente dando a conocer su detalladísimo informe sobre la vida sexual de la becaria y el entonces presidente, que primero negó y después admitió el vínculo.

La carta de Lewinsky pone primero eso en foco: de aquel affaire, los personajes públicos se repusieron, tanto el esposo infiel como la primera dama abochornada. Ella no. Uno de los últimos intentos por dar su propia versión de los hechos, que Lewinsky no negó nunca –incluso en la carta redefine aquella relación como “una conexión auténtica, con intimidad emocional, visitas frecuentes, planes, llamadas telefónicas e intercambio de regalos”–, fue en 2001, cuando Lewinsky aceptó formar parte de un documental sobre su caso para HBO. El set era en la Universidad Cooper Union. Dice ella que ya entonces quería desviar la atención a aspectos del escándalo en los que nadie reparaba, como “la erosión de la esfera privada en la esfera pública, el balanza de poder y la desigualdad de género en política y en los medios, la fractura de las protecciones legales para que ni padres ni hijos tengan que testificar unos contra otros”. Pero a HBO esos aspectos no le importaban. “Fue hiriente e insultante” que la primera pregunta fuera “¿Qué se siente ser la principal reina del sexo oral en Estados Unidos?”, porque, definitivamente, aquella historia fue desde un primer momento y sigue siendo hoy “una historia de sexo oral”. La carta propone revisar su propio rol, el de una mujer joven que mantuvo una relación consensuada con un hombre casado, y que fue sacada de juego desde entonces y hasta hoy mediante dispositivos de “humillación permanente”.

“Podrían argumentar que aceptando participar en un documental para HBO llamado ‘Mónica en blanco y negro’ me había anotado para ser avergonzada y humillada públicamente otra vez. Podrían hasta pensar que me había acostumbrado a la humillación. Ese encuentro en la Cooper Union, después de todo, palideció en comparación con el Reporte Starr, de 445 páginas, que fue la culminación de una investigación de cuatro años del consejero independiente Kenneth Starr sobre Clinton en la Casa Blanca. Incluía un capítulo y versículos sobre mis actividades sexuales, junto con transcripciones de grabaciones que registraban muchas de mis conversaciones privadas”. Fue en 2001, entonces, que Lewinsky comprendió que estaba mucho más allá de sus posibilidades retomar una vida normal, y se fue de su país. En la carta, no obstante, imagina qué hubiera pasado hoy con un escándalo como el suyo y qué vida cotidiana le hubieran deparado las redes sociales, cuya “viralización de la humillación” cuestiona, tomando la idea del teórico Niculaus Mills, que habla de la “cultura de la humillación”, que no sólo alienta la práctica, sino que premia a quienes humillan a otros.

Lewinsky indica varias veces que aquella relación fue consensuada y que por lo tanto su caso no estaba dentro del área del acoso. “Cualquier ‘abuso’ vino más tarde, cuando fui convertida en un chivo expiatorio para proteger la poderosa posición” de su ex amante. Dice que sigue llevando en su mochila aquel affaire, que todos los días alguien la reconoce, que cuando no la reconocen pero da su apellido en una entrevista laboral sabe que el empleo no prosperará, que todavía hoy artistas pop como Miley Circus o Beyonce hacen referencia a ella en sus canciones, y que en febrero de este año el senador republicano Rand Paul volvió a agitar su nombre electoralmente, acusando a Clinton de haber “ejercido violencia laboral” contra ella, para defenderse de las acusaciones de machismo que le tiraban los demócratas.

La carta contiene reproches al feminismo norteamericano de los ’90, a cómo se ubicaron algunas referentes en relación a ella. Recuerda que apenas estalló el escándalo el New Observer reunió a un grupo selecto de escritoras y activistas para que hablaran del caso. Diez años después, Lewinsky contesta a algunas de las afirmaciones de aquella tertulia mediática. Por ejemplo, a la editora Maris Bow, que dijo: “Toda la vida de Clinton gira en torno a estar en control y ser inteligente. Y su mujer también es muy inteligente y siempre está en control. Y la sola idea de tener sexo estúpido con una mujer no muy brillante en el Salón Oval es muy atrayente”. Lewinsky le contesta ahora: “No estoy diciendo que sea brillante, pero ¿cómo sabés que no lo soy? Ese era mi primer trabajo”. O a la escritora Katie Roiphe, que dijo: “La gente está escandalizada por el modo en que ella (Lewinsky) se ve. Porque nos gusta creer que nuestros presidentes son como dioses, y si JFK tiene una aventura con Marilyn Monroe, todo está en la esfera de semidioses. O sea, lo que estoy escuchando una y otra vez es que Monica Lewinsky no es linda”. Lewinsky le contesta ahora: “La primera imagen que se difundió era la del pasaporte. ¿A vos te gustaría que la foto de tu pasaporte circulara en el mundo como la foto que te define?”. O a Erica Jong, que dijo: “Mi higienista dental me mostró que tiene una enfermedad de tercer grado en las encías”. Lewinsky le contesta ahora: “Sin palabras”. La nota se tituló “Superchicas de Nueva York aman a ese presidente travieso”.

También relata un diálogo telefónico con su madre en septiembre de 2010, cuando “cambió el lente a través del cual miraba el mundo”. Con su madre estaban hablando sobre Tyler Clemente, un estudiante de 18 años de Rutgers que fue filmado por una cámara web besando a un compañero. Tyler fue ridiculizado y acosado. Se suicidó unos días después. Cuenta que su madre lloraba por teléfono. “Cómo se deben sentir sus padres, sus pobres padres…” sollozaba en el teléfono, cuando Lewinsky tomó conciencia del dolor que el escándalo había incrustado en su familia. “Ella estaba reviviendo 1998, cuando no me dejaba salir de casa. Estaba reviviendo las semanas en las que se quedaba en mi cama, noche tras noche, porque yo también tuve fuertes tentaciones suicidas.” Hace la distinción: lo suyo fue una consecuencia de un error propio, pero sin embargo, hasta muchos nombres provenientes del feminismo le tomaron el pelo y la dejaron instalada en el trono del sexo oral, sin que nadie levantara la bandera de la libertad individual y el derecho a la privacidad.

Algunos de los argumentos de Lewinsky me hicieron recordar conceptos similares a los suyos que leí hace unos años y que me sorprendieron porque era la primera vez que leí algo sobre el “affaire Lewinsky” que no se agotaba en la remanida historia de sexo oral. Era en 2004, en un ensayo del norteamericano Jonathan Franzen, “Dormitorio imperial”, publicado originalmente en The New Yorker. Decía: “En la mañana del sábado, cuando me llegó el Times con el texto completo del informe Starr, lo que sentí al sentarme a solas en mi departamento para de-sayunar fue que estaban violando mi intimidad, no la de Clinton y Lewinsky. Me encanta el lejano desfile de la vida pública. Me encanta tanto su fasto como su distancia. Ahora un presidente afrontaba una acusación formal y yo, como ciudadano, tenía el deber de estar informado sobre las pruebas, pero en este caso consistían tan sólo en que dos personas se manoseaban, se chupaban y se engañaban mutuamente. Lo que sentí, cuando esas pruebas aterrizaron junto con mi café, no fue una fingida repulsión a camuflar en la tierra un interés secreto; no me ofendía el sexo en cuanto tal; no me inquietaba una potencial erosión futura de mis derechos; no sentía el dolor del presidente de la misma manera empática en que él había afirmado que sentía el mío; no me repelía la revelación de que los funcionarios públicos hacen cosas malas, y, a pesar de que soy afiliado al Partido Demócrata, mi asco era de una índole distinta del que siento como aficionado si los Giants pierden un partido. Lo que sentí lo sentí personalmente. Me estaban invadiendo”.

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