Estaban los dos sentados en esos sillones con forma de huevo que diseñó el escandinavo Aalvar Alto, por los que tienen preferencia los hoteles de convenciones. Había tres sillones. Me senté en el restante. Los miré, me miraron. Los tres hicimos un gesto con la cabeza y murmuramos algo impreciso con una media sonrisa. Una ceremonia de cordialidad en una situación en la que no se comparten los idiomas.
Uno era un hombre un poco calvo y regordete, de rasgos mestizos y vestido de traje. El otro era un aborigen con camisa y pantalón, y plumas de colores muy fuertes en la cabeza. Nos quedamos en silencio un buen rato, mientras alrededor iba y venía mucha gente. En un momento el hombre calvo le dijo al indio algo en español. Un español sudamericano que a mí se me hizo impreciso. Después de otro rato de silencio el hombre de traje finalmente hizo un poco de esfuerzo para asomarse desde su sillón huevo, y se dirigió a mí:
–Disculpe usted. ¿Usted es periodista?
–Sí. Argentina.
–¿Tendría la amabilidad de aceptarnos un regalo? –dijo, mirándonos alternadamente al indio y a mí.
–Claro –sonreí yo por impulso, dispuesta a esas comunicaciones espontáneas que surgen en esas convenciones. Entonces, el indio que estaba a mi derecha también se incorporó, y me dijo su nombre. No retuve ese nombre, pero sí la afirmación que hizo después:
–Soy jefe shuar.
El hombre calvo era alcalde de un pueblo amazónico ecuatoriano, cerca del cual había una comunidad shuar. Yo nunca había escuchado de ellos. Hace un mes, fueron los shuar los que friccionaron tan fuerte con el gobierno de Rafael Correa que hasta hubo un maestro shuar muerto. Los shuar y Correa entraron en una polémica pública sobre la responsabilidad de esa muerte. Hubo un reflejo rápido de ambas partes para evitar la ruptura. La Conaie, que nuclea a las comunidades del estado plurinacional que es Ecuador, necesita a este gobierno de un Estado unitario que de acuerdo con la Constitución rige a todos los ecuatorianos. Y Correa no habría llegado al poder sin esa fuerza, que representa a la organización social más grande del país. Los shuar son los más díscolos. Los más radicales.
El indio extendió hacia mí, entonces, un libro. Lo tengo aquí. Se llama (y obviamente copio letra por letra) Tarimiat Nunkanam Inkiunaiyamu. Es uno de los libros más maravillosos que he visto en mi vida. Tiene el tamaño de un manual, 500 páginas, señaladores numerados, ilustraciones, fotos, historias de vida, testimonios, análisis, opiniones y documentos sobre tres pueblos de la Cordillera del Cóndor, entre Perú y Ecuador. Los wampís, los awayun y los shuar son los pueblos que viven en esa zona. Los tres pueblos pertenecen a la familia lingüística del jíbaro.
El alcalde y el jefe shuar habían llevado al Foro Social Mundial algunos ejemplares de ese libro monumental, con CD y PDF. Pero no sabían qué hacer con él. Nadie parecía interesado en ellos. Fue así como me traje a casa el libraco, y ahora que los shuar protagonizaron el violento incidente en cuyo esclarecimiento trabajan junto a funcionarios estatales, me di un baño de inmersión en una historia increíble.
Porque en esta semana, justo la del llamado Día de la Raza, la historia de los shuar pareció puesta en el camino. Una historia en el camino de la conciencia de este continente, tan raro incluso para los que nacimos en él. Tan desconocido, tan ignorado, tan ausente de nuestras percepciones de la realidad.
Los shuar nunca fueron colonizados, hasta los ’60 del siglo pasado. Pasaron quinientos años recorriendo la selva y la montaña, su lugar de origen hace unos 2500 años. Aferrados a su cultura, sabios en hierbas, cazadores, nómadas de esencia y espíritu. Los contactos con ellos siempre fueron en los alrededores de sus vastos territorios, pero hasta el siglo pasado nadie interfirió con sus vidas. Cuando llegaron las empresas mineras a la Amazonia, ahí sí aquel universo fue destrozado. Les arrebataron sus tierras, las más biodiversas del planeta. Fueron confinados a reservas. Los curas salesianos arrancaron de sus comunidades a una generación entera de niños shuar. Desaprendieron su lengua y aprendieron español. Perdieron sus hábitos nómadas. Los curas los nombraron de otra manera. Esta generación de shuar, ya adulta, es la que hoy lidera la parte más radical y dura de las organizaciones aborígenes ecuatorianas. Domingo Ankuah, dirigente shuar a nivel nacional, cuenta en su biografía:
“Yo fui reclutado por los salesianos tal vez cuando tuve mis 4 o 5 años, que ellos determinan así. Lo primero que sé que ellos hicieron fue darme un nombre, o sea dos nombres, dos apellidos, porque mi padre cuando yo nací me dio un nombre pues era sólo nombre que los shuar teníamos. Pero cuando me reclutaron, me dieron el nombre que todavía mantengo. Muy niño no conocía todo lo que sucedía en la vida, lo que hicieron los misioneros. Hice la primaria y estuve en el colegio de práctica agrícola de la misión salesiana hasta los 17 años”.
Otro shuar dice en uno de los videos que acompañan el libro que ellos son “tan fuertes porque durante dos mil quinientos años no necesitamos dólar, y podemos seguir otros dos mil quinientos años sin un solo dólar”. Sus mujeres viejas se quejan de que las mineras han alterado todo, y ya no crecen algunas de las plantas necesarias para su medicina. También se quejan de que sus mujeres jóvenes, criadas como Domingo Ankuah, ya no saben ni hacer ni cuidar sus huertas. No saben quiénes son. Hay conflictos familiares que no conocían desde que no pueden ser nómadas. El sedentarismo forzado los irrita en su faz más profunda. No viven de acuerdo con su naturaleza.
En una nota de análisis sobre el conflicto que enfrentó a los shuar y a Correa, el periodista Kintto Lucas –Premio Latinoamericano de Periodismo José Martí– indica esta semana que hubo errores estratégicos de ambas partes, gobierno y comunidades, y que lo lógico es una mutua autocrítica. Porque el gobierno unitario contra el que choca la nacionalidad shuar es el gobierno que más respeto les ha tenido en la historia moderna de ese país. Aunque el daño causado a los shuar sea ya irreparable. Sobre las contradicciones como ésta que bullen en los países más progresistas de la región, sobre cómo leer esta realidad de gobiernos populares que, sin embargo, salvo en Bolivia, no han avanzado lo suficiente o dudan en hacerlo, Lucas cita a Saramago en este párrafo:
“A esta ciudad le basta saber que la rosa de los vientos existe. Este no es el lugar donde los rumbos se abren, tampoco es el punto magnífico donde los rumbos convergen. Aquí, precisamente, cambian los rumbos”.