Sara, la Quica. Ternuras y memorias para desafiar al infierno

Sara Solars de Osatinsky murió en noviembre en Ginebra, donde residía desde que pudo escapar de la dictadura que asesinó a su marido y sus hijos. Semblanza de una mujer cuyo testimonio fue clave para la Memoria, la Verdad y la Justicia. Nota de Jorge Elbaum.

Falleció Sara Solarz de Osatinsky el último 23 de noviembre. Murió en Ginebra, Suiza, a los 85 años después de haber transitado un lapso vital que va desde la Segunda Guerra Mundial hasta la peste actual que azota el planeta. Sara se formó en el seno de una familia judía de izquierda. La impronta cultural de su educación incluyó la memoria del exterminio y la enseñanza de los combates partisanos que enfrentaban a tropas blindadas con tácticas de guerrilla y toneladas de coraje. Las masacres producidas por los nazis y su contracara heroica, los guerrilleros antifascistas, se convirtieron en una impronta grabada con el mismo fuego con que se quemaban los brazos de los detenidos en los Lager. Una huella que simbolizaba la sobrevivencia frente al horror pero que al mismo tiempo suponía una indeleble resentimiento frente a las recicladas gestapos posteriores. 

Los jóvenes  nacidos en el ´40 y el ´50 fueron testigos de los bombardeos criminales a la Plaza de Mayo –en los que fueron asesinados impunemente más de 300 ciudadanos–, el golpismo oligárquico, la proscripción y la resistencia peronista. A fines de los ´50 la Revolución Cubana, el Ché, Argelia y Vietnam completaron el clima de esa generación que empezaba a planificar el asalto al cielo. Marcos Osatinsky y Sara Solarz cruzaron sus vidas en esa época incendiaria. Fueron militantes comunistas y fundadores de la FAR. Llevaban mochilas juveniles con una división bien marcada en dos compartimentos: uno estaba cargado con un profundo amor a la humanidad –a la que perjuraban una entrega blindada– y el otro tenía un reservorio repleto de odio hacia las diferentes formas de opresión, que anidaban en las brutales tradiciones de la derecha global y local. Una mochila cargada con un sección cardíaca que latía con esperanza, acompañada a una molotov. 

A Sara le decían Quica. El 14 de mayo de 1977 fue secuestrada y trasladada a la ESMA quedando en manos del tenebroso Grupo de Tareas 3.3.2 que la torturó con el objetivo de quebrar su vínculo con el resto de lxs militantes populares. La marina comunicó la noticia al ejército, hecho que motivó la presencia en Núñez del feroz represor de La Perla, el capitán Héctor Pedro Vergez.  Durante la visita a la ESMA el capitán Gastón –pseudónimo con el que se hacía llamar Vergez– le contó con detalles sádicos la forma en que habían sido asesinados su esposo Marcos y sus dos hijos, entre agosto de 1975 y el 25 de marzo de 1976. Para ningún de ellos hubo estrados judiciales, ni acusación, ni jueces ni defensas ni fiscales. Sólo terrorismo de Estado avalado por el sacrosanto sistema genocida protegido por el Departamento de Estado. Vergez intentó trasladarla a Córdoba para cumplir su cometido de “borrar el apellido Osatinsky de la faz de la tierra”.  No logró trasladarla porque había sido declarada propiedad privada de los marinos en el formato de trofeo de guerra. 

Quica logró sobrevivir en al ESMA por el capricho de sus verdugos, la misma razón por la que sobrevivieron otros y fueron masacrados los restantes. Caprichos motivados en posicionamientos, ganancias pretendidas y apropiaciones de todo tipo.  Las razones por las que algunos eran tirados al mar y otros eran utilizados como esclavos dependía de las especulaciones de los secuestradores. En ocasiones las decisiones sobre la vida o la muerte incluía reuniones en donde los genocidas votaban quién debía sobrevivir y quién debería ser tirado al Río de la Plata. La única racionalidad estaba fundada en la crueldad espasmódica que se mostraba ante la víctima para vaciarlo de opciones vitales. Todo quedaba a entera disposición de la (i)lógica criminal. 

En el medio de ese espanto enloquecedor Quica consiguió deslizar sutiles ardides de ternura. Logró prologar datos precisos para que lxs compañerxs que eran ultrajadxs sepan qué debían/podían callar y qué estaba habilitados para entregar, rediciendo el costo de vidas de terceros en juego. Se convirtió en partera de 14 embarazadas desesperadas que temían tanto el parto como el robo de sus bebxs. Memorizó sus nombres como el karma del que apuesta o conjetura –sin saberlo del todo– a que algún día, quizás,  podrá dar testimonio. Las apuestas pascalianas suelen ser las más indomables.  Son las pueden imaginar un atisbo de luz en el medio de la noche. Son el tipo de asunciones que gritan en la soledad con sonidos de silencio.

Quica denunciando genocidas en plena dictadura

Quica, relatan sus compañerxs de suplicio, tuvo secuencias de ternura frente a quienes no pudieron resistir los tormentos indecibles de la tortura. En el medio de la cueva de su íntimo martirio ordenó las piezas de un jeroglífico a ser memorizado: datos, caras, nombres, apelativos, llantos de bebés recién paridos, rastros de vida en la zona honda de los gritos. Un registro minucioso enmarcado en la vulnerabilidad más absoluta. Trató de calmar el llanto del pibe que no pudo resistir la tortura. Regaló sonrisas clandestinas de complicidad en el medio de la más profunda oscuridad. Fue capaz, incluso, de distribuir claves dispuestas para limitar los vejámenes o cuidar a militantes presumiblemente no detenidos. En esos lapsos en que el sonido solo le devolvía el eco desgarrador del gemido, ella planificaba, con deficientes herramientas, hipotéticos salvoconductos posibles.   

En esa verdad, quizás, resida la humanidad de Quica. En hacer algo con casi nada en las manos. En memorizar para tener la oportunidad de referir. En atesorar reservorios de grandezas posibles, mínimas pero inmensas, en lugares donde solo se especula con derrota total de los humano. Acumular esos recuerdos es difícil. Recordar –del latín re-cordis, volver a pasar por el corazón– es exactamente eso: instalarse reiteradamente en el alarido de dolor, en la impotencia genuina del que sufre en forma completa y compacta. Desde su piel, sus huesos, hasta la altura imperecedero de sus dudas y su miedos. Recordar, para quienes transitaron el infierno, supone también someterse a la revivificación del espanto. La víctima recuerda en su triple  crujido de devastación biográfica: la del padecimiento vivido e incorporado, la del  compañero o compañera que no sobrevivió y la del que carga con el peso existencial de la propia sobrevivencia. Una tríada de secuelas perpetuas e imperecederas. 

Quienes conocen su historia suelen preguntarse cómo pudo juntar pedacitos de energía vital después de haber sufrido lo que sobrellevó. Algunos conjeturan que su fortaleza resiliente provenía de una esperanza atemporal, anidada en una entereza producida por siglos de cimentación previa. Otrxs hipotetizan que sólo podía explicarse a partir de la fraternidad con el resto de lxs compañeros que forjaron junto a su familia un entramado de aspiraciones dignificadoras. Cualquiera sea su respuesta, Quica expresaba la misma convicción que una generación consagrada a una tarea de redención colectiva.

Sobreponerse no implica, como proyectan los soberbios verbalizadores de la ignorancia emocional, la escenificación de un heroísmo berreta usualmente abrillantado por Hollywood. En el infierno, lo saben bien quiñes estuvieron en su parrilla,  una mirada puede ser la forma que asume la más valiente humanidad posible. Un ademán. Un pedido de sobrevivencia para un tercero. Aunque el contexto en que se dan esas resistencias está condicionado por el torturador, Quica fue capaz de jugar al ajedrez vital con el palitos, cenizas y rastros desafiando siempre la posibilidad de duplicar su padecimiento. 

Mientras los Grupos de Tareas apostaban a que sus víctimas estuviesen quebradas, en octubre de 1979, Quica, Ana María Martí y Alicia Millia se presentaron ante Asamblea Francesa y denunciaron los crímenes de lesa humanidad cometidos en la ESMA. Juntas aportaron una  lista de víctimas que habían sido desaparecidas. Quica cumplió la parte del mandato que se propuso. Relató la crueldad de Vergez disfrutando su relato frente a una madre destrozada. Se aferró a los sonidos que pronunciaban lo indecible. Juntó las piezas después de quedarse sin lágrimas. Examinó, otra vez, las señales de lxs rostros amenazados por la incertidumbre permanente. Describió los momentos, en un tiempo sin horas, en los que no se sabía cuándo podía regresar el verdugo.  

Los testimonios de lxs sobrevivientes que sufrieron con Quica la detención en la ESMA refieren la intención –de los victimarios– de la destrucción física, psíquica y anímica. Sobre todo a través de la quiebra del lazo solidario: el vínculo emocional entre los militantes. Producir la desconfianza, exterminar la esperanza en un sujeto comprometido con su tiempo y sus semejantes fue el objetivo estratégico de los genocidas. Para eso contaron con la colaboración de los medios de comunicación, el silencio cómplice del mundo judicial,  y la implantación brutal del programa neoliberal. Un combo para desarticular las relaciones empáticas entre los ciudadanos. Una apuesta al individualismo egoísta fundador de una guerra de todxs contra todxs.  

Para volver a las esas imágenes del pasado sus víctimas tienen que retrotraerse al suplicio. Y esa operación requiere un de una forma específica de coraje. El/La que asume la responsabilidad de volver a mirar a los ojos de su secuestro –mientras sabe que ese pasado nunca va a dejar de torturarlx– intercambia fotos con su ahogo. Sara, como muchxs otrxs que dieron su testimonio, tuvieron que regresar sobre sus pasos para transitar escenas de daño inenarrable. Se impusieron asociar las imágenes a un  conjunto de palabras que nunca se logra transcribir con precisión porque su límite es el sufrimiento. Quica hizo esa tarea sin hundirse, sin resquebrajar el sentido último que motivó la disputa contra los generales del horror y sus múltiples cómplices. Lo intransferible de la angustia siempre se observa en la necesidad de  encontrar palabras que no existen. Otra llaga: la del registro fáctico de un grito que no cesa. 

Sara, brindando testimonio en Córdoba en 2003

Aunque hayan pasado ríos de sangre y desolación, hay que decirlo: sus captores fracasaron. Fueron derrotados. Quica y la inmensa mayoría de quienes dieron –y siguen danto– testimonio, permanecieron fieles al mínimo común denominador de un amor que le es profundamente inconcebible a los admiradores del sometimiento. Quica, paradójicamente, con todo su padecimiento a cuestas, se convirtió en una las formas inauditas en que la victoria se presenta ante el mundo. Una que los opresores nunca podrán explicar. 

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Un comentario

  1. Es imposible no leer ni escuchar esto , sin sentir un profundo odio hacia los militares .
    En lo personal siempre odié a los militares , desde mi pubertad . Los responsabilizo de haber destruido la Argentina , desde el 55 al 83 .
    Me duele que el terrorismo de Estado ya haya comenzado en el gobierno democrático peronista. El famoso » entorno » ( palabra maldita ) parece destruir a los grandes.
    La cobardía profunda de los militares argentinos y latinoamericanos no tiene nombre ni perdón.
    Párrafo aparte la actitud miserable de Israel , que reconoció a la dictadura genocida , a pesar de ser un régimen nazi . Esto indica que Israel sólo tiene intereses económicos, y que el antisemitismo sólo corre cuando se trata de gobiernos populares y emancipatorios .
    No sé puede creer el horror desatado por estas bestias cobardes, que como ya expresé anteriormente , cuando le realizan los juicios , en el momento de sus palabras finales , ruegan que no se actúe con venganza , lloran pidiendo clemencia.
    El militar argentino y latinoamericano de derecha es profundamente cobarde.

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