Un día, no tenés Internet. O anda muy mal. Medimos la velocidad del servicio. Treinta, cuarenta ¡sesenta! megabytes. Pagamos por cien. Llamamos al servicio técnico. No contestan. Peor aún, un contestador automático nos adelanta que tienen problema en el área, no importa desde donde se llame o qué día, el contestador no cambia ni una coma. O a lo mejor nos propone transferir nuestra llamada a un operador que nunca nos atenderá o que en el mejor de los casos habrá de recitarnos, impotente, un listado de frases hechas de un manual confeccionado en un lugar remoto. Nos sugieren ir a la página web (Internet, que anda mal) o nos regalan un WhatsApp que contesta antes de que terminemos de escribir el mensaje. Vamos a Twitter y ponemos nuestra queja en cuarenta caracteres. Nos contesta un robot. O nos dicen que algún día se va a solucionar. Nosotros perdemos horas de trabajo, de ocio, de producción, de cultura… Perdemos. Cambiamos de proveedor, perdemos lo invertido en el anterior. Nos llaman para ver qué pasó. Nos ofrecen lo que antes parecía inexistente. Más bytes, más tecnología, más de todo. ¿Por qué no me lo diste antes, capo? Con el nuevo proveedor, algo mejor el servicio al principio y pronto todo vuelve a comenzar.
Una secuencia que puede replicarse casi idénticamente en servicios de telefonía, cable y tv satelital, medicina prepaga, seguros… sigue la lista. Lo mismo ocurre en telefonía fija, servicios eléctricos, provisión de, gas, con el agravante allí de no poder cambiar de proveedor. Un desesperante Día de la Marmota de servicios y derechos no garantizados cada vez más básicos e imprescindibles para tener una vida digna. O al menos una vida. Somos rehenes. Cautivos. Prisioneros de una estafa.
Y sin embargo, de qué callada manera, como cantaba un cubano, el grueso de la población acepta, aceptamos, como un destino inevitable, esta situación, este estado de cosas.
Las empresas de telecomunicaciones e internet y las de servicios básicos en general han sido las grandes ganadoras desde la crisis de la modernidad y la instalación del neoliberalismo como modelo económico y social y el desguace a precio vil del Estado de Bienestar. Sus ganancias son incalculables, la concentración y magnitud de su poder en el mercado es descomunal, han sido a menudo beneficiadas con exenciones, beneficios especiales y subas de tarifas sin parangón en el mundo capitalista y casi todas han sido protagonistas en la fuga de divisas o la timba financiera cada vez que fue habilitada por el dogma religioso del liberalismo corporativo en el poder. La mayoría de ellas no ha cumplido con todas las obligaciones de inversión y desarrollo tecnológico que les imponían los contratos, los que a menudo han sido prorrogado por decreto. “Eppur te joden” como diría Galileo. Y sin embargo, castigan a toda la ciudadanía con pésimos servicios, cada vez más caros e inaccesibles para una gran parte del territorio, maltrato organizado y muy moderno y un lobby de lujo con funcionarios, políticos y periodistas propios.
En ningún otro aspecto de la llamada batalla cultural como en esta resignada aceptación del saqueo de lo público y la estafa legitimada y legalizada se ve con más claridad el triunfo de la cultura neoliberal posdictadura y su colonización de la subjetividad en favor de los poderosos más poderosos, de los negocios corporativos por encima del bienestar general, de la impunidad corporativa.
En Argentina la resistencia popular a las imposiciones del modelo globalizador de ajuste y la dependencia económica y política tuvieron hitos y procesos memorables, a veces violentos y dolorosos. En general y en contra de cierto discurso plañidero y demonizador de “lo argentino”, nuestra sociedad tiene muchos rasgos de qué enorgullecerse y legados a la cultura general e incluso universal en materia de adquisición y ampliación de derechos civiles, sociales, culturales, etc. y muchas de las cuales han sido modelos de inspiración para otros países e incluso para legislación de derecho internacional.
Sin embargo, en esta comunidad marcada a fuego por grandes conflictos entre las mayorías populares y el poder real o corporativo el saqueo de las empresas de servicios se ha naturalizado y todos hemos reducido nuestra resistencia a una indignación, a algún llamado esporádico a las líneas o canales de “atención” al cliente, a la denuncia pública por redes o medios varios y una que otra acción judicial individual o de organizaciones de defensa de los consumidores que termina en la nada o, en el mejor de los casos alguna multa esporádica a las empresas, muy parecidas a las cosquillas que hacen los bebés cuando nos tocan.
Las tarifas, las comunicaciones y los servicios sin regulación y sueltos a la discrecionalidad del lucro y de las leyes de mercado afectan al pueblo horizontal y verticalmente, a trabajadores asalariados como empresas y explotaciones industriales y rurales pequeñas, medianas y grandes, a comercios, shoppings a organizaciones y entidades públicas, privadas, obras sociales, prepagas, hospitales, escuelas, transporte, etc. Son el corazón del consumo interno y con ello el motor de cualquier sociedad basada en el trabajo y la producción y una distribución justa del ingreso y de la riqueza.
La sociedad argentina en su conjunto es, desde la dictadura en adelante, pero en especial luego de su continuidad por otros medios, el Menemato, prisionera y rehén de los grupos de empresas que se quedaron con el estado y los servicios públicos; de sus ganancias desmedidas, sus maniobras de evasión, de fuga y remesa de divisas sin control alguno a sus casas matrices y de su abuso de poder económico, simbólico y político. Ellas son una de las más grandes piedras en el zapato para reconstruir alguna forma de sociedad justa, democrática, soberana, productiva, desarrollada y con trabajo y futuro colectivo para todos y todas.
Es esencial que el conjunto de pueblos, sus organizaciones políticas, sociales y comunitarias, académicas y tecnológicas, sus militantes, funcionarios, comunicadores, intelectuales, reaccione enérgicamente y en conjunto para revertir el adormecimiento y el daño estructural, que el dogma privatizador, que desguazó el Estado y todos los mecanismos de regulación y defensa de los consumidores, produjo en la trama social. Esa doctrina devastadora enunciada brutalmente en el famoso fallido del Ministro de Obras y Servicio Públicos del Presidente Menem, Roberto Dromi: “Nada de lo que deba ser estatal, permanecerá en manos del Estado”
Hoy resultan un camino y una tarea ineludibles reconstruir un Estado que defienda los intereses de las mayorías y un sentido común solidario y colectivo que priorice y celebre de vuelta el bien común por sobre el bienestar individual, exija en forma permanente la garantía de los derechos básicos de la vida cotidiana y levante una muralla infranqueable contra el poder de las corporaciones y su afán de lucro.
Que los pueblos sean nuevamente los operadores que transfieran sus llamadas a quienes verdaderamente puedan y quieran atender para solucionar los problemas.
Brillante artículo.
Felicito enfáticamente a Roberto Villarruel .
Una vez escuché en una radio innombrable , cuando todavía no sabía lo que eran , a una oyente decir » todo lo que toca Menem está podrido » . Creo un sistema de corrupción extraordinario.