Omicron remix

Crónica de la llegada de la nueva cepa a un pueblo de Santa Fe. Nota de Alicia de la Fuente.

Siento que si  no lo escribo me voy a olvidar. Nos vamos a olvidar. No del aislamiento, las hospitalizaciones y las muertes. Sino de los detalles, de los protocolos, de las rutinas alteradas.

A principios de diciembre, apenas un mes atrás, la aparición del covid fue igual que en septiembre de dos mil veinte cuando irrumpió el virus, el original, el primigenio: en pocas horas la ciudad chica sabía nombre, apellido y profesión del hombre del  primer caso. Y de la misma forma empezaron a correr las suposiciones, las recomendaciones, los temores.

En Suardi, al norte de la provincia de Santa Fe, donde el verano se viste con treinta y ocho grados a la sombra, si te levantás temprano vas a ver cardenales saltando libremente por las calles. Es más: una pareja  hizo nido en el árbol que está frente a la verdulería a treinta metros de casa. La semana pasada los encontré en el patio trasero. Primero se pararon en la rama del jacarandá del fondo pero al día siguiente ya llegaron hasta la ventana. El perro  está viejo  y no se levantó a correrlos como hace siempre con los gorriones. 

La segunda noticia resonante la protagonizaron los estudiantes de la promo veinte veintiuno que viajaron a Bariloche. Partieron todos con test de covid negativo. A los cinco días de la llegada les hicieron otra prueba. Una de las chicas dio positivo. La aislaron a ella en un lugar y a todo el contingente en otro. Había angustia en los familiares porque nadie sabía cómo pegaba esta variante nueva. Una semana después, en la ciudad vecina, otro grupo de egresados dos mil veinte se alistó para salir. Un contingente que no pudo  viajar en la fecha pactada. Muchos ya habían cursado el primer año de la facultad. Jere se levantó a la madrugada y llevó a su novia a tomar el colectivo. Volvió y se acostó. Antes de cerrar los ojos miró la valija que ya tenía preparada. A las diez de la noche saldría su micro y al día siguiente se encontraría con Maru en Bariloche. Cuando  despertó a media mañana tenía un mensaje en el celular:

Bariloche canceló por diez días todos los viajes de egresados ante el aumento de casos positivos de covid.

A las ocho de la mañana empiezan a desfilar chicos y chicas de todas las edades, rumbo al club. La pileta siempre es la estrella del verano. Pasa Tatiana en  bici con sus mellizos de un año: adelante va uno en la sillita azul, el otro prendido de su cintura en la sillita verde. Dos metros atrás viene el de cuatro años. Piernas cortitas, muchas vueltas a los pedales. La mochila del hombre araña le cuelga de la espalda. Y abriendo camino, va Jonás, el de diez años, más alejado, marcando su independencia. La bicicleta es otra de las estrellas de esta ciudad. Con alma y confianza de pueblo, los chiquitos de cinco años van solos al jardín de infantes, pedaleando desde sus casas. A la noche pasan en bici grupos en edad de escuela primaria rumbo a la heladería, muchos con permiso de dar  vueltas hasta  medianoche. Todavía se puede. 

Mi papá me escribe por WhatsApp:

  • Me llegó el turno para la tercera dosis.
  • ¿Para cuándo?
  • Lunes a las ocho y treinta. Pero voy a ir más temprano. En el hospital me dijeron que abren de las seis hasta las diez y es por orden de llegada.

Tiene ochenta y tres años. Primera dosis de Sputnik , segunda de Moderna. La tercera fue Pfitzer. Ninguna de las tres le hizo efectos adversos. Jamás le dolió el brazo, sintió cansancio o tuvo fiebre. Además tomó ivermectina en julio pasado y volvió a repetir en diciembre. Sale a caminar todos los días y nos espera con especialidades en los almuerzos del domingo en su casa. Dice que tener la cabeza y las manos ocupadas es lo mejor para ahuyentar los miedos.

Una de las casas de electrodomésticos más grande decidió cerrar por unos días. También  tiendas, kioscos y otros negocios chicos. El supermercado y el corralón de materiales trabajan a media máquina, con dueños y empleados sobrecargados de trabajo. Entre los contagiados y los aislados suman más de mil seiscientas personas. No hay nadie internado, nadie con respirador, nadie grave (aquí todo se sabe). Pero a ciertas horas del día, entre el calor, las vacaciones y el coronavirus, quedamos convertidos en una ciudad casi fantasma.

Suenan los teléfonos:

  • Buen día, el aire acondicionado no está enfriando, ¿por favor podrían venir cuanto antes a repararlo?
  • Lo siento señora, nuestro técnico está con covid.
  • ¿Podrías traerme un kilo de helado a esta dirección? Estoy aislado y no puedo salir…
  • Lo lamento pero el chico que hace el delivery es contacto estrecho y también está aislado…
  • Hola Juan, hoy fui a la construcción y vi que no avanzaste nada con las veredas, ¿qué pasó?
  • Los dos albañiles dieron positivo en el hisopado. Vamos la semana que viene.

Y se replican. En cada casa, en cada barrio, en cada institución.

La residencia de ancianos donde está mi mamá con Alzheimer volvió a redoblar los cuidados. Siempre los tuvieron. Pero antes de navidad, podíamos darle la mano y un abrazo rapidito. Ahora se cortó todo. Otra vez la distancia. Esa tirana que nos viene manejando desde hace casi dos años. Que me ha hecho inventar explicaciones  para  que los brazos estirados de mami no me alcancen. Que me ha obligado a alejarme cuando  ella quería bajarme el barbijo para ver mi cara completa. Que nos arrancó de cuajo la frase:

  • ¿Querés un mate?

Porque eso de “cada uno con su mate” es muy eficiente en lo sanitario, pero en lo emocional, te corta una vida compartida, te cercena  el vínculo ya frágil con la mente que se va perdiendo.

Anoche llegó un mensaje en mayúsculas:

POR DIEZ DIAS CERRAMOS LA RESIDENCIA ANTE LA APARICION DE ALGUNOS CASOS POSITIVOS. LOS RESIDENTES ESTAN TODOS BIEN, SOLAMENTE ALGUNOS CON UN POCO DE FEBRICULA. LES AVISAREMOS PERSONALMENTE SI SU FAMILIAR DIRECTO SE HA CONTAGIADO.

Ya no me impactó como en dos mil veinte, donde el covid se llevó a siete viejitos. Ahora están todos vacunados con tres dosis y  mami resultó buena para gambetearle al virus.

Llega la tardecita y la ciudad se anima de a poco. Vecinos sentados afuera con y sin barbijo. Algunos ya empiezan a sacar una mesa grande y sillas para cenar en la vereda. No importa si adentro  sobra lugar y hay aire acondicionado. Si es pleno centro o en los barrios. Es costumbre. La puerta abierta para que quede a mano el camino a la cocina y a la heladera. Saludar a los que pasan caminando (que tienen que bajar a la calle para esquivar la mesa), o a los que van en moto o en el auto despacito haciendo “la vuelta del perro”. Y si hay un partido de fútbol importante, algunos corren la tele hasta la puerta, miran y gritan desde ahí. 

Ayer avisaron que los contactos estrechos ya no tienen necesidad de aislarse si han completado el esquema de vacunación y no presentan síntomas. Cada vez que escucho un cambio en el protocolo que marca un avance sobre esta pandemia, se me viene a la mente Luis, de cincuenta y un años o Rosita, de cuarenta y cuatro. El coronavirus se los llevó el otoño pasado. Antes de las vacunas, antes de que pudieran protegerse, sin avisarles que tenían que despedirse de sus hijas, de sus parejas, de sus amigos…

Cuando remixás una canción, podés cambiarle los instrumentos, las voces, un poco del ritmo, pero no la letra ni la esencia. Así es Ómicron. Tiene nombre de película de ficción  o de tema musical un poco exótico. Pero sigue poniendo  al mundo patas arriba.

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2 comentarios

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