El convento de San Alfonso, en Villa Allende, Córdoba, fue sede del Encuentro Nacional de los Curas en Opción por los Pobres. Congregó la última semana a cuarenta de sus integrantes para debatir, pensar e intercambiar experiencias sobre las comunidades en las que viven. También abordaron aspectos teológicos ligados al encuentro con los que más padecen la actual realidad, analizando la realidad política social y regional que le da marco al actual momento histórico de sufrimiento y crueldad generalizada.
Cuatro decenas de compañeros, acostumbrados a compartir el pan con colectivos comunitarios desposeídos, continuaron con la histórica práctica de intercambiar, acordar y diferir –sobre diversos temas–, acompañando los debates con canciones, risas y abrazos. Muchos de ellos se ven una sola vez al año en forma presencial, y gracias a esa articulación logran volver a sus comunidades con una fuerza espiritual adicional a la que ya acarrea. De alguna u otra manera son tributarios de historias que asumen con orgullo, pero sin grandilocuencia. Ahí están, desde la mitad del siglo pasado, retomando las enseñanzas humildes de los Curas Obreros franceses. Luego asimilando los desafíos del Movimiento de Curas del Tercer Mundo, influidos por la Teología de la Liberación.
Las charlas generales y las que llevan a cabo en grupos convocan las experiencias iluminadoras del brasileño Helder Cámara; del peruano Gustavo Gutiérrez; del mexicano Porfirio Miranda; del uruguayo Juan Luis Segundo y de los argentinos Lucio Gera, Carlos Mugica y Carlos Ponce de León. Mientras comparten almuerzos y cenas parece escucharse –como una melodía tenue y persistente– los mensajes proféticos, emancipatorios, de Enrique Angelelli y Arnulfo Romero. Exigencias del fin de la violencia contra los que más sufren. Demandas indignadas para que se ponga término a la represión a los jubilados, a los enfermos. Exigencias para que el negacionismo no se imponga a la memoria.
Voces de ternura blindada
En un pasillo se escucha el nombre de las monjas francesas, Alice Dumon y Léoni Duquet. Pronuncian sus nombres con un dejo de sensibilidad activa. Esa que se resiste a la amnesia histórica. Las exposiciones traen a la vida a Gabriel Longeville y a Carlos de Dios Murias, dos religiosos acribillados en La Rioja. Llevan a cabo el tránsito por la palabra con sencillez y sin pretenciosidad.
No se sienten iluminados sino tributarios de una de las formas del amor que más capacidad tiene de cambiar los entornos pequeños, pero también el trasfondo del más ancho mundo: la esperanza. Una disposición alejada de la ilusión y el deseo figurativo. Una esperanza basada en el camino de quienes levantan a los caídos y no prejuzgan sobre sus faltas. Una esperanza profética que se esmera por instituir, en cada práctica cotidiana, la realización de ese mundo de fraternidades olvidadas. Acciones de empatía y respeto hacia quienes son y fueron capaces de fusionar sus vidas con las demandas y las penurias lacerantes de los campesinos, los pueblos originarios, los trabajadores precarizados y desocupados, las familias guiadas por mujeres, los individuos discriminados y etiquetados por una lógica social cosificante.
Todos ellos conocen la biografía y la sensibilidad de esos rostros que asumen como sus referentes. Los convocan con el silencio de sus ojos y con plegarias ligadas al momento actual, manchado de dolor y crueldad. Se sienten partícipes humildes de sus respectivos legados. No se ofrecen como resguardo de certezas. Ni se presentan con la soberbia de los redentores. Se perciben como vectores, eslabones de una larga cadena de pasiones irredentas. Asumen el trayecto junto a quienes palpan la caída. La padecen en la convicción de su contracara, la esperanza. Traen sus manos al diálogo que diseña puentes. Y a la comunicación que hace del vínculo un lugar horizontal. Se instalan frente a la soberbia mercantil que solo encuentra impureza y despojo donde hay también ternura, compañerismo y comunidad.
Saben, y lo enuncian, que el que se brinda, el que se ofrece no debe verse a sí mismo como el protagonista. Porque trabajar por la entrega implica, en última instancia, una salvación mutua, un diálogo de sensibilidades, un enriquecimiento fraterno que dignifica el vínculo humano. Contribuye a una sinergia que no duda en ponerse alerta frente a quienes conspiran contra el intercambio sanador de la vida.
Llevan 35 encuentros desde que pudieron reencontrarse. En estas tres décadas y media, compartieron las historias de los religiosos que fueron desaparecidos, encarcelados, torturados y perseguidos. No son ingenuos porque –al decir de Enrique Angelelli– asumen la necesidad de tener “un oído en el pueblo y otro en el Evangelio”. Por eso sus debates no son edulcorados ni se ubican en celebrar la compasión. Están atentos a señalar a los responsables últimos del dolor gangrenado que atenta día a día con miseria, humillación y violencia.
Todos ellos confiesan que tienen el espejo retrovisor de sus vidas instalado en los nombres de los mártires del amor latinoamericano: en las biografías de que acompañaron y defendieron a los pueblos originarios, a las mujeres violentadas, a los adultos mayores abandonados, a las niñeces vaciadas de expectativas y de futuro. Pero esa memoria retrospectiva se hace presente para combinar la entrega hacia los que sufren, sin olvidar la crítica hacia los responsables de tales padecimientos. No comulgan con el silencio cómplice de quienes miran para otro lado mientras la herida se agiganta.
Ellos son la expresión de una trasmisión vital. No son superhéroes. Ni se sienten portadores de una fortaleza superior al resto de los mortales. Se saben vulnerables frente a la inmensidad de la opresión y la crueldad de sus procedimientos. Y en esos instantes logran saltar por arriba del laberinto observando cómo un pibe come un pan horneado por el trabajo voluntario de la comunidad. Se aferran a la sonrisa de una niña de pelo crespo. Se sienten salvados por el abrazo del hermano. Ahí, en esos gestos ven el resumen último de la autenticidad de su fe.
Ellos simplemente parecen sortear sus dudas gracias a la confianza en una liberación demorada. Cruzan, sin detenerse mucho, sin flagelarse, por sobre sus más íntimos temores y contradicciones, como cualquier mortal. Pero no se instalan en la caída. Saben deletrear con canciones la palabra “esperanza”. Reconvierten muchos espacios de malestar en coraje, en organización colectiva, en energía redentora.
Asumen, de esa manera, la convivencia y la superposición al interior de las dos facetas más contrastantes de la existencia humana: por un lado, la belleza de una lealtad solidaria, incluso cuando lo único que queda es la forma cruda de la carencia. Y, por otro lado, el señalamiento valiente de las pústulas ensangrentadas de la dominación, con su carga de odio y racismo hacia los sectores populares.
Por esas aguas turbulentas donde se cruzan la sensibilidad, la convicción, la resistencia y la dignidad andan estos Curas. Si existiesen decenas de miles de personas como ellos, mi Patria, mi hermosa y lacerada Patria, sería infinitamente más justa, libre y soberana.
Gracias Jorge, cuando nos sentimos atorados en el laberinto. Hay saber salir por arriba. Gracias por traernos una mirada geopolítica económica mundial y latinoamericana para entrarle a encontrar al aujero al mate. (Raúl, curas OPP, Tucumán)
Siempre me sorprende la capacidad de tejer la escritura como una de nuestras ancestrales tejedoras sus hilos en los telares. Leerte siempre es más que la noticia. Lo que destacas, observas o comentas adquiere otra jerarquía. Estos curas tendrían que encabezar las listas en todas las intendencias, y si se puede, alguna gobernación, abajo toda gente nueva que no haya estado nunca en ningún cargo. Quizás, y sólo así, empezamos a construir la representatividad y participación que hoy no existe en ninguna parte. Esto que es aislado debe ser la constante y hacerse general.
un poco de esperanza.Gracias Jorge por esta nota.