La Ley de Memoria Democrática en España.
Llego a esta nota tarde. Varios días tarde. Tuve el infortunio de comprobar empíricamente que cuando se dilata un proceso burocrático para dejar comprobada una muerte, la energía del duelo, que debería decantar, se vuelve una nube negra sobre tu cabeza. Hace dos semanas perdí a una amiga. Tenía sólo 40 años y un hijo de 16. Como el accidente fue en provincia de Buenos Aires hubo que esperar varios días un papel firmado por la fiscalía para proseguir con un ritual que, por doloroso que sea, nos permite tramitar -y de forma literal- un duelo.
Catela da Silva, antropóloga, lo describió en su libro “No habrá flores en la tumba del pasado” como el ritual occidental de la muerte. Su trabajo fue resultado de entrevistas a familiares de desaparecidos. En cada una de las casas donde entró comprobó que, en algún rincón, se erigía un pequeño altar: una foto de la persona desaparecida, una flor, una estampita, una vela.
En este mundo neoliberal, las ciencias sociales tienen que abrirse camino a los codazos. Se les quiere bajar el precio. Desde su punto de vista resulta lógico. Son las ciencias sociales las que nos permiten pensarnos como comunidad, resistir ajustes e impedir proyectos económicos que nos hambrean.
A través de da Silva, se puede llegar a muchas conclusiones. Una de ellas que la muerte, igual que la vida, es un hecho social. Necesitamos compartir nuestro duelo con otres para poder tramitar el dolor. Cuando eso no sucede, el duelo se hace patológico, pero no afecta sólo a familiares sino a toda la comunidad.
En nuestro país, el número treinta mil es una llaga que nos afecta colectivamente. Y en otros, como España, donde la ARMH (Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica) habla de 114.000 desaparecidos, esa llaga arde en carne viva desde hace 86 años.
No vengo a hablar del pasado. Vengo a hablar del presente. En mayo estuve de visita en Madrid y mientras caminaba con una amiga por su barrio ella resaltó lo que le gustaba esa avenida. Entonces se me dio por mirar el nombre y no lo quise creer: Vallejo Nájera. Estamos en el año 2022 y Madrid tiene el nombre de un genocida en una avenida en el distrito de Arganzuela. Vallejo Nájera fue el Mengele español. Hacía experimentos con niños de republicanos para encontrar el “gen rojo” ¿Vieron? Tengo que recurrir a una nomenclatura nazi para que genere impacto en el lector. El franquismo todavía no tiene la categoría de genocidio como para que sea un parámetro en sí mismo. Pero lo es.
La propia querella argentina, única causa abierta en el mundo contra los crímenes del franquismo, nacida en abril de 2010 y cuya jueza es María Servini de Cubría, afirma que lo ocurrido en España a partir de julio de 1936 fueron crímenes de lesa humanidad. Encaja perfectamente esa definición en el momento en que fueron más del setenta por ciento de los generales los que dieron un golpe de estado contra el gobierno democrático de la Segunda República. Además, se sumaron las fuerzas armadas nazi y fascista que pusieron todo su caudal de recursos para bombardear sistemáticamente a los pueblos y ciudades. Si hay fuerzas armadas contra sociedad civil los crímenes ya no son delitos comunes. No prescriben ni se extinguen. Duran toda la vida de la persona que los cometió. Pero en España, donde esos crímenes se multiplican por miles, los genocidas fueron muriendo, igual que sus víctimas y eso crímenes continúan sin ser juzgados. Insisto. No hablo del pasado, sino del presente.
Desde diciembre del año pasado hago un recorrido histórico sobre la Guerra Civil Española en Av. de Mayo. Casi sin excepción, siento cada vez que la novedad va a ir mermando y que un día voy a dejar de recibir reservas. Pero no sucede y voy comprobando porqué. En nuestro país, que fue receptor de millones de inmigrantes españoles, entre otros, hay una descendencia que, igual que en España, tiene un agujero en su identidad. Cuando en la presentación del recorrido invito a poner en común las motivaciones que los llevó a venir, hay una mayoría que viene a reconstruir su propia historia familiar. Hablan de abuelos, padres, madres, tías, tías abuelas, que con suerte saben de qué región de España vinieron durante la guerra o la posguerra, pero desconocen sus biografías. Una importación del silencio. El impacto de un genocidio da de lleno, no solo en la generación que vivió la experiencia traumática, sino que también lo hace en la tercera y cuarta generación. Y esto está científicamente documentado por psicoanalistas como Anna Miñarro y Teresa Morandi, compiladoras del libro Trauma y transmisión. Efectos de la guerra del 36, la posguerra, la dictadura y la transición en la subjetividad de los ciudadanos.
Dice el libro: “Esta idea nos lleva a recordar la función fundamental que tiene la familia en el proceso de construcción de la subjetividad. (…) Allí, por medio del lenguaje, se van forjando: la imagen de sí, los ideales, las prohibiciones. (…) En el intercambio entre generaciones se construyen y mantienen valores, creencias, ideales, mitos, normas identificaciones, enunciados discursivos, garantizando la continuidad familiar, grupal y cultural”.
En estos siete meses de recorrido pude comprobar, y también los y las visitantes, que el negacionismo es acervo de las derechas a nivel mundial. En unos de ellos me increpó un joven de no más de cuarenta años que a los gritos me preguntó si iba a hablar de los muertos del comunismo. Y mientras se iba me señaló su remera que tenía la imagen de Seineldín. En otra oportunidad, en la Universidad de las Madres donde hago una de las paradas, un señor mayor muy bien vestido, después de escuchar unos minutos mi exposición se fue gritando “¡Viva Franco!”. No son las únicas intervenciones y sospecho que tampoco las últimas.
La nueva ley
Hace algunos días España, y coincidiendo con los 86 años del golpe de estado, aprobó la Ley de Memoria Democrática que reemplazará a la Ley de Memoria Histórica vigente desde 2007 y vaciada de presupuesto durante la presidencia de Mariano Rajoy (2011-2018). Sucede con la nueva ley lo que pasó con el estreno de Madres paralelas, la última película de Pedro Almodóvar, que incluye el tema de los desaparecidos en España, pero no como trama principal, sino secundaria. Desde el punto de vista de una parte de la sociedad civil es una tímida inoculación del tema y desde otra parte de la sociedad se la festeja por instalarlo.
En la nueva Ley el estado tendrá que hacerse cargo económicamente de abrir las más de cuatro mil fosas comunes (cunetas) que tejen un bordado invisible en la geografía española y recuperar los huesos de los asesinados y asesinadas. Lo que se denuncia, entre otras cosas, es que ese proceso no se judicializará. Es decir, no se buscarán ni castigarán responsables.
En nuestro país el relato sobre la Guerra Civil se mira a través de un caleidoscopio emocional que opera como inhibidor. Nos vincula con una niñez donde hay una larga mesa familiar con abuelos, abuelas, tíos, tías. Inmigrantes españoles que alguna que otra vez mencionaron la guerra, pero no podemos precisar bien cuánto y qué.
En palabras del sociólogo Daniel Feierstein, la negación de la identidad de las víctimas es una de las consecuencias de un genocidio que se realiza exitosamente. En nuestro patrimonio anecdotario, las identidades políticas de los desaparecidos españoles y sus luchas como clase obrera se subordinan a parentescos familiares y a la delación como una perversa forma de romantizar lo que fue un proyecto político de clase: «Mi abuelo delató a su cuñado», «Mis tíos se enfrentaron en trincheras opuestas”, “Mi abuela le dejó de hablar a su hermana». La despolitización de una generación que no está abajo de la tierra por reyertas familiares sino por proyectos políticos, ideales, convicciones y valores que comparten la mayoría de quienes están leyendo esta nota. Superar la idea de la Guerra Civil Española como un culebrón y ubicarlo en nuestra historia mundial como patrimonio de la clase obrera es uno de los objetivos de esta nota. Espero que no haya llegado demasiado tarde.
Mónica Puertas
Socióloga UBA
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