El vocero presidencial Manuel Adorni comunicó en los últimos días –con obscena algarabía– la eliminación de empleos en el Sector Público. Mientras confirmaba los despidos su rostros transmitía un regodeo oscuro. Se lo observaba alborozado al cumplir con los designios explícitos inscriptos en “la banalidad del mal”: la seguidilla de acciones y órdenes que involucran el sufrimiento de otros. Aquellos que son despedazados por la racionalidad técnica del que cumple con la obediencia debida del poderoso mientras disfruta de la sensación de haberse ganado un lugar a la vera de su aprobación y su beneplácito.
El mandadero del poder –en este caso Manuel Adorni– leyó sus datos cuantitativos y luego partió presuroso al acto organizado por la Embajada de Estados Unidos para conmemorar su día de la independencia. ¿Qué relación existe entre estas dos escenas concomitantes? Probablemente, ambos momentos se inscriban en la naturalización (festiva) de la crueldad. Un azote diario dispuesto prioritariamente para someter la moral de los venden su fuerza de trabajo.
Manuel está orgulloso de cumplir con el recado. Se enfervoriza cuando detalla los números. Percibe que, de esa manera, su trabajo lo convierte en un capataz mediático. Le otorgará una anhelada autorización al piso superior, al Puerto Madero de la riqueza. A las mieles donde transitan los oropeles, los triunfadores y las grandes marcas. Cree que el puñal de los anuncios desalmados lo catapulta a futuros viajes en primera clase, a hoteles de cinco estrellas y –sobre todo– palmaditas de aprobación de los CEOs y los operadores opulentos de Fondos de Inversión.
En sus gestos se trasunta la jactancia de quien siente –con perversión– el consentimiento de los dueños de la vida, junto a sus propiedades y sus adyacencias. Repite la cifra de los que recibirán las noticias angustiados y confirma, –con ademanes disciplinados– la formidable deferencia que le logrará de quienes transitan los mercados financieros. Esa confianza enajenada es la que le impide empatizar con sus semejantes. Él es un cruzado que transmite la imprescindible limpieza que requiere un Estado desahuciado. Es el inquisidor que idolatra a un Excel inerme que repite el verso anarco-colonialista: menos trabajadores públicos, menor carga impositiva para los más acaudalados.
Destruir el Estado, simplemente, para no ser corresponsables de su supervivencia. Para cargar el peso de lo privado entre quienes están privados de todo: el mercado como distribuidor eficiente de los recursos. Quien tiene dinero podrá acceder a salud, educación, seguridad, justicia y contactos laborales. El resto deberá subsistir en la selva de una guerra “de todos contra todos” donde sobrevivirá el más apto, es decir, el Adorni del momento. Aquel que sea capaz de ofrecerse de manera servicial repitiendo –sin siquiera nombrarlas– las palabras almidonadas del “yo le pertenezco”. Los Carneros de la Vida repetirán entonces el uso retórico de quien envía a sus semejantes a las Cámaras de Gas (del desempleo o la precariedad) para salvarse. O subir un peldaño en la consideración del amo.
El vocero está obnubilado con esta pátina de insensibilidad. Su ceguera le impide ver que quizás, algún día, alguno de aquellos trabajadores echados pueda pedirle algún tipo de explicación por tanto dolor causado. Ahí te quiero ver, Manuel.
Toda persona que asume un cargo político debería ser conciente que ese lugar será por un tiempo limitado y que luego deberá volver a caminar por la calle con las mismas personas a las que benefició o dañó, según sea el caso.