La mayoría de las buenas personas intentan casi siempre, en los momentos importantes, decir lo que piensan o creen; buscan las palabras más aproximadas, las que más se acerquen a lo que quieren expresar. Pero para que eso suceda, esa buena intención y ese afán de intentar hacer coincidir lo que se dice y lo que se hace o se cree, esas buenas personas, primero, deben creer en algo; segundo, deben querer que los demás se enteren en qué creen; por lo tanto, deben tener ideas que no dañen a los demás y puedan, siendo dichas, no agredir a quienes se dirigen; y tercero, en este esquema bastante tosco, deben tener la voluntad de hacer públicos sus objetivos y esos objetivos, por lo tanto, deben ser confesables.
Se trata de un valor: que la palabra y la acción se correspondan. Pero como todos los valores, está en equilibrio inestable para mucha gente, incluso la que consideramos “buena gente”. Porque tampoco nadie se pasa la vida diciendo todo el tiempo lo que cree ni abriéndose ante conocidos y desconocidos que se le crucen en el camino.
Uno de los primeros tópicos problemáticos en los talleres de escritura con quienes se inician en la narrativa son los diálogos. Primero suelen ser lineales, como si efectivamente todo el mundo dijera lo que piensa o cosas que reflejan sus pensamientos generales sobre el mundo. Y esos diálogos no funcionan. La mayor parte del tiempo, las personas retienen por algún motivo (¿pudor, piedad, malicia, interés, cinismo, especulación, falta de autoestima, falsedad, delicadeza y muchas más motivaciones) lo que creen o sienten, y dicen otra cosa.
Todo ese amplio abanico de matices de relación entre ser y decir se diluye en muchos diálogos en los que se olvida que el lenguaje es un bote en el que nos abrimos paso hacia los otros, de modo que es el otro circunstancial, y nuestra idea de él, el que en buena parte define lo que se dice o lo que se opta por callar. No todo el mundo respeta a los otros.
En una entrevista radial, el sociólogo Daniel Rosso observaba esta semana, refiriéndose al panorama electoral, que los sucesivos armados de esa fuerza que inventó Mauricio Macri tienen una suerte de “obsolescencia programada”, como todos los proyectos neoliberales, incluso el que encabezó Carlos Menem y el que lo sucedió, con De la Rúa presidente.
Pueden ser permeables y gozar de la adhesión en un momento determinado del favor electoral, pero “no pueden ser reutilizables”. Sencillamente porque todos los proyectos neoliberales causan dolor, llevan implícita la corrupción, reprimen las luchas por las reconquistas de los derechos que quitan. El neoliberalismo se debe a sí mismo ese perpetuo reciclaje. Vidal fue tan clara diciendo que es inútil abrir universidades en el conurbano porque “ya sabemos que los pobres no llegan a la universidad”. Y si se trata de los gobiernos neoliberales, es cierto. Pero lo dijo en el Rotary. Nunca hubiera dicho eso en un acto público.
El neoliberalismo macrista ahora choca con la ultraderecha neoliberal desinhibida que va mucho más allá que ellos, los que cuando se dicen libertarios ocultan que son simples herejes fiscales. Y esa otra ultraderecha –porque el macrismo, con el contrabando de armas a Bolivia más todo lo que ya sabemos, se inscribe ahí– es peligrosa para ellos. Lo que no tiene el macrismo es anclaje histórico (admitido). Se instalan en un perpetuo presente, sin héroes nacionales, sin Malvinas que recuperar ni compatriotas muertos en ellas y en todo el país, después, cuando otros neoliberalismos desmalvinizaron a la opinión pública. Ni Amejchet ni Sarlo inventaron nada con su provocación. Es la vieja raigambre desmalvinizadora neoliberal, pero no se nota porque ellos actúan como si no existiera el pasado.
Las fuerzas populares no surfean sobre el presente tratando de dejar contentos a los conductores del prime time. Hacen política para voltear alguna vez la estatua del colonizador. Cualquier colonizador, de otro siglo o de éste. Porque el neoliberalismo desde hace medio siglo es un proyecto de desmemoria en cuya entrada hay un cartel que reza “los políticos son todos iguales”.
No lo son. El aparato de acción psicológica de la ultraderecha usa la política para otros fines. Así que dice cualquier cosa, y cuanto más disparatada, cruel, imbécil que sea lo que digan, tienen rating. En eso se ha convertido ese soporte: en una fábrica de confusión que es caldo de cultivo para gente que repite lo que no entiende.
Por ahí, por ese presente perpetuo y falso que impone su propio y necesario negacionismo de sí mismo, entra el neoliberalismo en su faceta neofascista: en ese regalo del tiempo presente, vuelto esperpento televisivo, promete Disneys diversos que jamás se harían realidad. Lo hace porque no podría hacer otra cosa. ¿Qué debate serio podrían dar?
La historia no cumple la función de la diversión. En algún formato podría serlo, pero la historia no está allí para divertirnos, sino para entender la concatenación de hechos y sus resultados y sus consecuencias. Los macristas borraron a los héroes nacionales de los billetes porque la historia les estorba y prefieren su formato de hamburguesa con papas recién fritas. La otra ultraderecha, la sacada, que terminará siendo su aliada, sí es capaz de reivindicar a monstruos. Unos y otros tributan a los monstruos, pero unos lo disimulan y los otros vuelven su defecto virtud: la reivindicación del horror es su forma de alza, de falsa irreverencia, su falsa manera de ser contestarios.
Haría bien el Frente de Todos en apelar a su propio electorado como multiplicador de su comunicación. Tiene ese capital que las fuerzas elitistas no tienen, por eso pagan trolls. Haría bien en dejar florecer campañas silvestres, perfilarse en base a la ampliación ciudadana de mensajes sencillos, de estéticas de todos los grupos y corrientes que lo integran, de lenguajes mezclados y entrelazados que expresen lo que sus candidatxs dicen, pero en la maraña aviesa que les han creado. Esta vez no se apoya solamente votando. También se apoya comunicando.