Desencuentros por tevé

Están enamorados. Ella es casada, él viudo. Desde que el amor explotó entre ellos como explota el amor entre la gente –de golpe y a veces inconvenientemente–, maniobraron como pudieron para verse a escondidas, pero no mucho, porque los dos son buenos y los buenos no engañan (mucho). Pactaron un encuentro para un día cualquiera frente a una comisaría, y ese día Roxy tendría que haber hecho los deberes: decirle al marido que basta, y estar lista para embarcarse con Panigassi en el verdadero amor. Llegó el día y ninguno de los dos tiene pensado ir, porque en el ínterin pasó de todo –primera pregunta: ¿por qué en la vida real nos pasa tan poco? Segunda pregunta: ¿por qué en las tiras de la tele pasa tanto y parece que nunca pasara nada?–, pero se sabe que el amor es más fuerte, así que Roxy va y mientras espera le pregunta al policía de guardia si no vio a un hombre canoso y corpulento. El policía le dice que circule. Espera y espera, pero no confía en su felicidad y apuesta que él no vendrá. Se va. El, mientras tanto, lee el diario en su casa, seguro de que Roxy jamás abandonará la calma del matrimonio para aventurarse en las oleadas del amor, pero un impulso previsible hace que tire el diario y salga corriendo –como Meg Ryan en Sintonía de amor, cuando planta a su novio para ir al Empire State en busca de un hombre con el que nunca ha cruzado una palabra–. Panigassi llega cuando Roxy ya se ha ido, y le pregunta al policía de guardia si no vio a una mujer de pelo lacio y celular en la mano, pero en la comisaría hubo cambio de guardia y éste policía es otro, así que le dice que circule.

Los desencuentros de «Gasoleros», esa tira que sería mejor si no estuviera permanentemente cruzada por publicidades encubiertas –Tucho toma mate con el paquete de Nobleza Gaucha al lado, Isabel vuelve del supermercado con las bolsas de Disco, en el taller mecánico hay un colectivo con un cartel de El Libretón, etcétera– son típicos desencuentros televisivos, no demasiado diferentes de los desencuentros de cualquier otra tira. El desencuentro es la herramienta para estirar la tensión romántica y para llenar capítulos que sin enredos de por medio conducirían directamente a la felicidad de los protagonistas. Y es sabido que con protagonistas felices no hay tira que aguante.

La estructura del amor catódico se basa en la desprolijidad de los acontecimientos, en el insistente peso del azar sobre los hechos, pero el azar no es azaroso: siempre juega en contra del final feliz. Nada sale como debe salir. Un hombre no llega a horario porque chocó con el auto. Una mujer falta a la cita porque fue atropellada (por el auto que manejaba otro, que seguramente, en otra película, también dejó esperando al amor de su vida). Las cartas se traspapelan. Los mensajes no llegan, como no le llegó a Julieta el mensaje de Romeo para avisarle que estaba vivo en Mantua, esperándola. El drama que inventó Shakespeare, tan lejos de «Gasoleros» o de «Verano del ’98», no hubiese prosperado sin un terrible malentendido. Más que el desarrollo del amor entre dos adolescentes de familias adversarias, Shakespeare se entretuvo en tejer ese malentendido, sin el cual no hubiese habido tragedia. El desencuentro sincronizado, ajustado hasta la exasperación, es lo que sostiene el drama.

La diferencia entre Romeo y Julieta y las series televisivas es que Shakespeare cuenta una historia desgraciada que gira sobre un desencuentro único, central, sobre una sucesión de pequeños hechos que desembocan en un final. En las pantallas de hoy, el truco se repite hasta la histeria. Las de los protagonistas no son vidas marcadas por un desencuentro fundante, sino por una catarata de desencuentros consecutivos, caprichosos, antojadizos, ridículos, reiterativos, sospechosos, incoherentes, pavotes. La industria del desencuentro hace que los personajes vivan sufriendo al cuete, que es la peor manera de sufrir.

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