FOA y el pan sobre la mesa

En el folleto convertido en afiche y sepiado por el paso del tiempo se leen los nombres de los inmigrantes que llegaron en 1910 a bordo del buque “Principessa Mafalda”. Es una mañana increíblemente fría para estar incrustada en el exacto medio de noviembre. Día hábil. Pese a que hay poca gente en la muestra de Casa FOA, algunas personas forman cola para que desde alguna de las cuatro computadoras disponibles los operadores les den datos sobre la fecha, el horario y en compañía de quién arribaron abuelos o bisabuelos que es posible imaginar parecidos a esos hombres, mujeres y niños que las gigantografías muestran en las paredes del Hotel de los Inmigrantes.

Cada año, FOA elige un lugar estratégico, generalmente depreciado u olvidado, para que los arquitectos y decoradores de moda inscriban en él las últimas tendencias en muebles, luces, colores, materiales, conceptos sobre el buen vivir. El conjunto opera como un salvataje del lugar en cuestión, más allá de cada ambientación en particular. Así, la idea del diseño empapa todo, desde la entrada a los baños públicos, desde el bar hasta los pasillos, desde el jardín hasta los pisos. FOA es una inmersión en el lenguaje de esas formas tan significativas que chorrean contenidos, y es hoy, además, una metáfora de este país que incluye otras metáforas, como “Expedición Robinson”, sobre un conjunto que va eliminando una a una a cada una de sus partes. ¿La expulsión es una contradicción o una dinámica? Es curioso ponerse a pensar eso en el Hotel de los Inmigrantes, con el cuerpo ubicado en el mismo espacio en el que todavía, tal vez, persista en forma física o fantasmática algo de aquellos otros cuerpos de los que venimos, esos cuerpos que están ahí en las fotos, sucios, envueltos en sacos rotos, amontonados, distribuidos hombres con hombres, mujeres con mujeres, niños con niños. Las miradas son todas expectantes.
Tenían miedo. Hay cosas que en cualquier época la gente hace porque debe hacerlas, porque a la larga acaso le convengan, porque sí, pero dan miedo. Y ese miedo se les nota en los ojos, redondos, abiertos, oscuros, brillantes.

El paseo por FOA primero solaza al visitante con las vanguardias en decoración. Hay de todo, pero en las mejores ambientaciones hay mucha síntesis. Desde ese recorte de este conjunto que elimina a sus partes, desde el mundillo deco, ya es sabido que estamos doblando la curva del minimalismo y que a la máxima de Mies Van der Rohe de que “menos es más” hay que aplicarle humanidad: está bueno lo del living desnudo con muebles de wengé, mucho blanco y toques de acero, pero después de todo hay que prever que los chicos desparraman los juguetes y que uno lee diarios o revistas que después no sabe dónde guardar.

El tajo se produce cuando se sale del Desembarcadero y se entra al Hotel. Allí, el lenguaje del diseño intenta pronunciar con éxito las señas de sordomudos de aquellos inmigrantes de distintos países, su hambre y la docilidad humilde con la que aceptaron la bienvenida a la Argentina. En el Dormitorio, Laura Ocampo y Fabián Tanferna montaron camas en las paredes y no las cubrieron con sábanas sino con cartas gigantes destinadas al “querido hijo” o al “querido padre”. En el lobby, presidido por una enorme foto que reproduce a los inmigrantes sentados en los bancos larguísimos y dispuestos a comer, los arquitectos Andrés Rosarios y Julio Lala y licenciado Sergio Rosarios ubicaron bancos de madera y mármol que dominan todo el espacio, y mesas sobre las que esperan panes.

Entre las manos que tocaron aquellos panes y los ojos que hoy los miran han pasado varias generaciones y ha germinado y languidecido un país. Un país que antes recibía y ahora expulsa. Más allá de la síntesis refinada del mundo del diseño y de la decoración, el simple y nítido pan sobre la mesa también era y sigue siendo una síntesis de la vida esperable.

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