Una noche de domingo

Venía de estar tres horas en la Favaloro intentando inútilmente despertar a mi padre para darle de comer. En su ensoñación, en la que cayó después de una operación y cuyo origen los médicos todavía estaban investigando, le hablé. Le dije que hay un señor que todos los días pasa por su negocio de Quilmes para preguntar por su salud. De pronto, y sin salir de su limbo, mi padre se levantó la mascarilla de oxígeno y con cierta dificultad, eligiendo cuidadosamente las palabras, dijo:

–Tengo la sensación de que nadie es mi enemigo.

Después siguió durmiendo.

Me quedé quieta y abierta, ingresada por las circunstancias en una dimensión desconocida. Quería escuchar por entero esas palabras que habían salido de algún lugar misterioso del alma de mi padre.

–Tengo la sensación de que nadie es mi enemigo.

Deduje que esa frase va a acompañarme el resto de mi vida. Después le di un beso, me puse el tapado y salí a la calle. Era domingo y de noche. Me subí al auto, que tenía que llevar al taller dos días después porque había que arreglarle la bomba de agua. Mientras manejaba, pensé: qué buen principio de novela una mina que sale de acompañar a su padre semiinconsciente, que le escucha decir a su padre desde su semiinconciencia una frase como ésa, que se contiene y se mantiene en control, y a la que al volver a su casa se le rompe el auto. Imaginé a esa mujer repasando, en el asiento del conductor de ese auto roto, los extraños desperfectos de la vida. Justo en ese momento, cuando tomaba por la avenida Córdoba imaginando a esa mujer, se encendió en el tablero del auto una luz roja de esas que no sé descifrar y que me comunicaba alerta: faltaba agua, aceite, nafta, algo. Esto no me puede estar pasando, pensé, no es lógico que se me rompa el auto cuando estoy imaginando que se me rompe el auto, las cosas pasan cuando uno no las espera, no justo cuando uno fantasea con ellas. Entregada al destino, seguí manejando y mirando de reojo el tablero, que ya no se encendió. Llegué a la esquina de mi casa y pensé: zafamos.

Toqué bocina en la cochera para que el sereno me abriera el portón eléctrico. No me abría. Volví a tocar. El portón comenzó a abrirse lentamente. Entré. Para estacionar el auto en mi cochera fija tengo que hacer una maniobra. No podía hacerla porque en ese lugar había una camioneta atravesada. Toqué bocina otra vez. Vino un chico al que no conocía pero que ya me había hecho una seña en la entrada que yo no había entendido. Bajé la ventanilla.

–No te entiendo qué me querés decir –alcancé a balbucear antes de sentir el metal del arma sobre la sien.

–Quédese tranquila, señora, que estamos robando –me explicó respetuosamente. Pensé: esto sí me puede pasar, porque olvidé fantasear con una mujer que sale de ver a su padre inconsciente y vuelve a su casa en un auto que está por romperse y que cuando llega a la cochera de su cuadra es tomada de rehén por dos jóvenes asaltantes. Dejé la llave puesta en el auto para hacerle más sencillo el robo, y me bajé. El chico tiró de la manga de mi piloto para llevarme con él, pero entonces otro vecino golpeó la puerta para entrar a la cochera a retirar su auto. Otro gil como yo, de cabeza al matadero. El chico me dijo: “Quédese acá quieta, señora”. Mientras lo veía ir hacia la puerta para hacer entrar al hombre, pensé: “Necesito Rivotril. Que se lleven el auto, la cuadra entera, si quieren, pero que a mí me den rápido un poco de Rivotril”. Tenía el frasquito en la cartera, y la cartera en la mano, pero me quedé quieta como una estatua obedeciendo la orden del asaltante, porque intuí que todo (TODO) podía acabarse si había entre nosotros el menor malentendido. Hizo entrar al nuevo gil, volvió por mí, me arrastró tirando de la manga de mi piloto, yo sollozaba: “Vengo de ver a mi papá, mi papá está muy mal, llevate lo que quieras pero dejame ir”. El me tranquilizó como sólo pueden tranquilizar a los débiles los que por un rato se han erigido en fuertes. “Usted me da todo lo que yo le pido y se va, señora, tranquilita”, dijo, tironeando de mi reloj.

–Querido, me lo compré en el Once, vale veinte pesos, ¿lo querés?

–Bah, quédeselo –dijo él, decepcionado, creyendo que era verdad que mi reloj valía veinte pesos. A lo mejor lo creyó porque era la más pura verdad. Le di un anillo de oro (el que mi papá le había dado a mi mamá cuando se comprometieron) y vacié mi billetera en sus manos, cuando vi que atrás de la columna ya había seis o siete hombres, mis vecinos, tirados en el piso y con las manos en la nuca. “¿Puede ser que esto me esté pasando a mí?”, pensé, y concluí: “Me está pasando”. Observé detenidamente a mis vecinos y rogué en voz baja que ninguno de ellos se pasara de listo. Me aterró ver que uno manoteaba un celular. El fantasma de un patrullero llegando estilo Swat fue el peor fantasma. Y como las cosas que pienso que van a pasar no pasan nunca, pensé fuerte: “Va a venir un patrullero, Dios mío, va a venir un patrullero”. Creo que porque lo pensé tan fuerte el patrullero no vino. Los ladrones se fueron a los quince minutos. Desdeñaron mi Twingo y se llevaron un par de autos más caros. Cuando todos salieron a la vereda y empezaban a alborotarse, yo seguía acuclillada contra la columna, escuchando desde lejos las palabras de mi padre, y en el medio de la confusión me sentí iluminada por ser hija de un hombre que no tiene enemigos.

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