El kamikaze de Bush

El domingo, una amiga por teléfono y un vecino por el portero eléctrico, los dos sin radio ni televisión a mano, me preguntaron: “¿Qué pasó en España?” A la respuesta “Ganó el PSOE” le siguieron minifestejos de ocasión. España se volvió significante. ¿Cómo leerla? Desde el día del atentado, los españoles dieron señales de una revuelta intestinal. Ahí es donde fueron tocados, en su costado más íntimo y débil, en esos trenes cargados de trabajadores y estudiantes que acaso habían participado, en su momento, de las multitudinarias marchas contra la guerra. Desde las explosiones, el paisaje español ofreció innúmeras postales de esos impulsos colectivos en los que intervienen tanto la racionalidad como la intuición, y donde se pone en juego tanto el impacto devastador del suceso que acciona como shock, como la información que ya se tenía y que sin embargo había perdido su capacidad de escándalo. Quiero decir: sin los 200 muertos y los 1500 heridos, ganaba Aznar.
Cuando tuvieron lugar esas marchas cuyas pancartas rezaban “No en mi nombre” (no vayas a la guerra en mi nombre, no mates iraquíes en mi nombre, no invadas a nadie en mi nombre, no te alíes con Estados Unidos en mi nombre, no te asocies al club de los dueños de la verdad de facto en mi nombre), todavía Bush, Blair, Rice, Powell, Rumsfeld y los quince o veinte cerebros que se propusieron redibujar el mapa global ubicándose ellos en el puesto de ombligo, cacareaban la amenaza de las armas químicas y el poder satánico del tal Hussein. Después mataron infinidad de civiles iraquíes, confesaron que lo de las armas químicas fue una excusa, se hicieron con el petróleo, mostraron al tal Hussein derrotado y absorto ante un médico que le hacía sacar la lengua, y ya.

Eso que se llama opinión pública –en España y en todas partes– se escandaliza por temporadas, tiene un cupo de escándalo. Se la puede manipular puntualmente, como quiso Aznar y no pudo, o por desgaste. Eso que se llama opinión pública, y de lo que todos de alguna manera participamos, termina naturalizando lo político. En este caso, el escándalo por una invasión descabellada dio paso, con el tiempo, a un gesto de hombros encogidos y a una aceptación de que hay pueblos con sino trágico. Sobre todo esos pueblos a los que pertenecen otros, los otros.

Si el 91 por ciento de los españoles se opuso a la guerra, y Aznar marchó a ella en representación de nadie, ¿por qué hasta hace una semana estaba por ganar las elecciones?

Más allá de la desmesura patética de lo que Washington clasifica como “el eje del bien” y “el eje del mal”, está claro que, con otras e imprecisas coordenadas, hay en el mundo hoy millones de personas que demandan racionalidad y paz, y una minoría de operadores que –desde las sombras de las células terroristas o desde despachos oficiales– planifican desastres fanáticamente y con propósitos difíciles de descifrar para la gente común.

Si esa mayoría invisible permite que el delirio terrorista se convierta en su ayuda-memoria, si esa mayoría invisible no mantiene en vilo su capacidad de escándalo y no castiga a quienes la traicionan sin que haya de por medio nuevos mártires, seguirán explotando otros trenes y cayendo otros edificios.

Aznar no era mejor candidato antes del atentado. Entró directamente a la lógica planteada por Bush, en ese movimiento de tenazas funcional al terrorismo, en esa espiral de espanto cuyos escenarios, hasta el atentado, quedaban lejos. Los 1300 soldados españoles que participan de la ocupación a Irak estaban en Irak antes del atentado. Iban a seguir en Irak si ganaba Aznar. Y Aznar iba a ganar las elecciones.
Tan torpe fue, que en su intento de entrar a las ligas mayores terminó siendo el kamikaze de Bush, el loco con el chaleco cargado de explosivosque se estrelló contra la opinión pública de su país. Esa opinión pública tiene ahora la responsabilidad de mantener la memoria despierta sin que ningún otro acto criminal se la espabile.

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