Vidas de papel

Detrás del club Santa Catalina, en Luis Guillón, partido de Esteban Echeverría, hay un manojo de casas de papel. O cartón o chapa, o madera o junco, o cualquier cosa: esas casas se han ido construyendo con las sobras de otros. Ahí, a la vera del club Santa Catalina, gente con nombre y apellido como Marcelo Sánchez o Javier Quintana o Juan Ferreira venían pidiendo a la municipalidad que les sacara literalmente de encima unos eucaliptos centenarios que amagaban con venirse abajo, poniendo en peligro a sus familias. El municipio no contestaba, y no es difícil deducir por qué: a los árboles centenarios hay que cuidarlos, hay consenso generalizado, a esta altura, sobre el valor ecológico de un árbol centenario. Un árbol que tarda tanto en crecer, un árbol testigo de un siglo. A los niños se les enseña en las escuelas el valor de los árboles, sobre todo de los árboles centenarios. Hay que respetar a la naturaleza. Amarla como a una diosa madre tantas veces vulnerada. Pero esos eucaliptos que se agitaban amenazantes con los vientos no dejaban dormir tranquilos a los jefes de esas familias, que vivían en casas precarias pero no eran familias precarias. ¿Cuántas veces se confunden una cosa y la otra? ¿Cuántas veces todos creemos que en casas sólidas viven familias sólidas y en casas prefabricadas familias prefabricadas? Un día Juan Ferreira se hartó de temerles a los árboles, y a machetazos se deshizo de uno. El municipio lo multó. Esa gente. Cuenta la leyenda que cuando les dieron parquet lo levantaron para hacerse un asado. Ahora talan los árboles centenarios. No entienden, no entienden.

No se sabe de qué trabaja Marcelo Sánchez, otro de los vecinos, pero salió a medianoche para el trabajo y regresó a su casa nueve horas después. Fue la larga noche del temporal. De lejos vio a los bomberos y a la ambulancia. Era cierto. ¿Era cierto? ¿Podía ser cierto? ¿Podía pasarle eso a alguien? Sí, podía. En el reino de las casas de papel los árboles centenarios pueden caer sobre ellas y aplastarlas. Lo dice la leyenda de los pobres: a ellos puede pasarle cualquier cosa. El árbol había caído en plena madrugada, y había matado a su mujer y a dos de sus hijos, dos bebés, que dormían abrazados. Se salvó solamente la mayor, Micaela, de 4 años, que fue encontrada por un vecino entre el tronco del árbol derrumbado y una pared.

Está bien que a los niños en las escuelas les hablen del valor de los árboles centenarios y del respeto a la naturaleza. Y está bien que no haya árboles pobres y árboles ricos. La naturaleza establece su democracia. Un árbol es un árbol. ¿Y un hombre? ¿Y una mujer? ¿Y un niño? ¿Valen todos lo mismo, están hechos todos ellos de la misma fibra y los mismos humores, o hay algunos de carne, hueso y dignidad, y otros de papel, como sus casas?

Compartí tu aprecio

Un comentario

  1. Gracias Sandra. Cuando te leo o te escucho siento que te constituís en la que dice lo que tantos pensamos y no sabemos, o no nos atrevemos, o no hacemos el esfuerzo, o no nos jugamos lo suficiente.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *