El yogur

Tuve buena voluntad y no me quise perder el gran acontecimiento mediático del año. Así que el lunes pasado vi La Noche del 10. Aguanté el homenaje a los maestros, la costilla de menos de Thalía, los reportajes bobos y todo eso, pero la visión de Marcelo Tinelli entrando como un emperador romano me dio vergüenza ajena y me dormí. En los días que siguieron me puse a hacer una encuesta entre gente muy cercana, poco cercana y apenas cercana, y aunque preveía el resultado no dejé de asombrarme: la mayoría no lo había visto, y los que lo habían visto habían hecho zapping o habían seguido mirando pero para tener algo que criticar al otro día. Entre mis muy conocidos, poco conocidos y apenas conocidos no hallé ni una sola persona que hubiese disfrutado del show. Ese relevamiento me condujo a una conclusión previsible: vivimos en un yogur. Entero y con fibra, pero un yogur. Aunque la suma de yogures ateste la heladera, cada uno de ellos no deja de ser una casa de juguete, un ecosistema balanceado, un mundito sin grandes ecos y sin grandes amenazas. Y si aconteciera alguna catástrofe, la enfrentaríamos con alguno de los diez mandamientos freudianos, esos que llevamos inscriptos en las células, esos códigos de barras que nos indican, si un día nos levantamos temprano y nos ponemos muy activos, “estoy maníaco”, o si un día nos quedamos en la cama y hacemos fiaca, “me estoy melancolizando”.

¿Quiénes formamos parte de esta hinchada yogurtera? Vamos, los que nos quedamos irremediablemente afuera de esos fenómenos que atraviesan índices como el rating, las multitudes, las pasiones populares, el frenesí dionisíaco que embriaga a los porcentajes arrasadores y a las mayorías. Muchos de ellos pueden incluso adorar a Maradona, pero de ahí a comprarle todo el stock de cotillón hay un trecho. Somos tantos que a veces creemos que el yogur es grande, pero es chiquito. Hace poco, un columnista de la sección política comentó que había visto Showmatch. Fue con un afán casi antropológico, porque “me dije –dijo– no puede ser que no tenga la menor idea de cómo es el programa que mira más gente. ¡Es insoportable!”. Hay que tener estómago para aguantarse a los chicos haciendo gracias y para soportar los alaridos de Tinelli y esa máscara sonriente de carnaval eterno que tiene puesta en la cara, aunque uno lo estudie como a un talentoso intuitivo que creó su propio poder en los medios a partir de ideas baratas y ese tono de vestuario masculino. La hinchada yogurtera puede analizar el fenómeno, cómo no, y debatir en bares de Palermo la decisión del Grupo Clarín de cambiar de estrategia y canjear la facturación privilegiada del canal de target ABC 1 por un pulso más popular que finalmente le permita reinar sobre Telefé. Hasta ahí vamos bien. Pero sentarnos a ver desfiles de vacas flacas, en esa especie de Feria de la Rural televisiva con modelos en bolas presentadas a los gritos, hay un salto que no damos porque no nos da la estética. La ética habría que ver, pero la estética no.

Lo de Tinelli y Maradona me llevó a pensar en qué otros rubros se delata quien vive en un yogur. Estamos acostumbrados, por ejemplo, a algunos sobreentendidos, como si lo que uno da por hecho fuera ley, y es que, efectivamente, es la ley del yogur. Una amiga mía conoció a un tipo en el cine. Película ambigua, un buen tanque norteamericano. Si lo hubiese conocido, por ejemplo, en un video club de cine de autor, las cosas seguro hubiesen tomado un rumbo diferente. Pero lo conoció a la intemperie, es decir, afuera del envase de yogur. Se miraron, tomaron un café, se dieron los teléfonos. El llamó, hubo una cita. Estaban nerviosos, así que hablaron poco. Hubo atracción y hubo una hora de los bifes que funcionó bastante bien. Hubo una segunda cita, y él, que era, parece, muy atento, la quiso sorprender… con un CD de Luciano Pereyra. Ella me llamó inmediatamente después de pretextar una jaqueca irresistible y de mandarse a mudar a su casa. Traté de convencerla de que no se puede descartar a un hombre solamente porque viene con un CD de Luciano Pereyra. Ella contraatacó: “Sé honesta. ¿Vos qué harías?”. Me rendí.

Afuera del yogur hay muchas cosas. Cito algunas: uñas esculpidas, pelucas, botas texanas, Coelho, Canal 9, anillos de compromiso, Macri-López Murphy, carteras de Vuitton, Versace, Radio 10, entretejidos, anabólicos, mucamas con uniforme, Bucay, la revista Gente, el catecismo, gemelos con iniciales, trajes a medida, autógrafos, llamados a programas de televisión, llamados en el día del amigo, tarjetas navideñas, pedidos de mano, bailanta, bótox, viajes en clase ejecutiva, Ricardo Montaner, Jorge Rial, Pancho Dotto, curanderos, rosarios, remeras con la leyenda Amo Miami, colágeno, promociones de marcas líderes, estampitas, sky en vacaciones de invierno, pegamento, militares, tapados de zorro, anillos de brillantes, Menem, techos de chapa, planes Jefe de Hogar, cuentas en Suiza, la Bristol, el golf, quiniela, patines para no rayar el piso plastificado, Gerardo Sofovich… ¿Sigo?
Me costó hacer la lista porque aunque parezca mentira el yogur es pequeño pero a su vez, como una mamushka, contiene yogures todavía más pequeños. Hay grupos, subgrupos, subsubgrupos que, hilando fino, pueden tener códigos tan rígidos que expulsen, por no ser “del palo”, a los del yogur inmediatamente anterior. Y nuestras excentricidades suelen ser tan insólitas, que hasta es posible volver al principio, y encontrar a alguno que fue y volvió antes que nosotros y nos sorprenda confesándonos que Chiche Gelblung es lo más.

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