Nuestras zonas erróneas

Estaba hablando por teléfono con una amiga. Trabaja para una fundación europea y coordina temas con perspectiva de género. Le contaba un rollo sentimental y ella iba agregando comentarios. En eso estábamos cuando, en un momento, creí escuchar un:

–No, el blanco.
–¿Qué tiene que ver el blanco? –le pregunté, porque como acotación era descolgada.
–¡No! –ella se rió–. Le estaba diciendo a Su.
–¿A qué Su? –no entendía.
–Su es la manicura.

Después de un instante de zozobra, creí comprender:

–¿Ahí hay una manicura?

Ella me contestó que sí. Mi amiga que trae y hace de intérprete a dirigentes de la Socialdemocracia europea y que tiene asistencia perfecta en cuanto congreso sobre feminismo y presupuesto participativo se lleve a cabo en el Cono Sur… ¡Estaba haciéndose las manos! Caramba, pensé, mirándome las mías. En las malas épocas, todavía me como las uñas. Dirán que todo esto es una pavada, y lo es. Esta es una nota sobre las pavadas de los progres. Todo ese día me quedé pensando por qué jamás en mi vida se me ocurrió hacerme las manos en la peluquería, y mucho menos un delivery de manicura. Esa noche volví a llamar a mi amiga y ni siquiera la saludé. Directamente ataqué con la pregunta que me había quedado en la cabeza y no había podido formular por el estupor:

–¿Te hacés los pies también?
–Sí –se rió ella.
–Ah.

Y corté.

La anécdota quedó entre nosotras y nunca superó el chiste casero, hasta que leí un fragmento de Roland Barthes que le dio perspectiva. Decía algo así: “lo privado” no significa lo mismo en todos los sectores sociales. “Lo privado” lleva inmediatamente a asociar “lo secreto”, pero el contenido de ese secreto es aquello que tiene peso de tabú para un determinado grupo. Para la audiencia de los programas de chismes, por ejemplo (Barthes habla, en realidad, de “una doxa de derecha”), la noción de secreto sobrevuela el territorio sexual. Ahí, una infidelidad, una perversión o un episodio de desenfreno provocan el efecto de secreto revelado. Pero entre la progresía y sus capillas (Barthes habla de “una doxa de izquierda”), la noción de secreto circula por otros carriles, tan inconfesados que hasta ahora mismo, escribiendo sobre ellos, me siento un poco tarada: la frivolidad, la ligereza, el hedonismo, la cholulez, el pasatismo, la estupidez, todos esos tópicos que hemos erradicado por decreto ideológico de nuestras vidas… públicas.

En una cena progre, se hablará de divorcios sucesivos con desparpajo y si la cena es muy progre, hasta es posible que algún matrimonio confiese fantasías swingers: pero sólo será súper progre si otro matrimonio declara que los dos están hartos del sexo y que hace años que no lo ejercitan. Recién ahí habrá una inquietud general (no por casualidad, mientras en la tele se repite como el colmo de la transgresión la palabra “partusa”, Lamujerdemivida eligió como núcleo temático de una de sus ediciones la bravata “¡Basta de sexo!”).

Cuando leí ese fragmento de Barthes recordé un Encuentro de la Internacional Socialista de Mujeres, en París. En los paneles había cuadros de todo el mundo, mujeres muy preparadas y notables, entrenadas para luchar en el ámbito adverso de la política. Fuera del auditorio de La Defènse, en reuniones, cenas y mesas de café, era posible sin embargo ir atravesando diversas capas de confianza, como testigo de otro tipo de información. Las que recién se conocían seguían intercambiando datos sobre sus países. Las que ya se conocían intercambiaban datos sobre sus partidos. Y las que se conocían mucho intercambiaban datos sobre… ¡cremas antiarrugas! Entrar al rubro “cremas antiarrugas” suponía algo así como sacarse los zapatos: cada uno sabe a qué equivalen las cremas antiarrugas o la manicura. Cuál es ese costado flojo, de guardia baja. Una característica de la progresía es pretender un mundo peinado ideológicamente de cara y ceca, puertas afuera y adentro. Pero la vida es despeinada. La naturaleza humana no es políticamente correcta. No estamos vacunados contra las pulsiones. No nacimos mejor hechos. Que tengamos una idea del bien no significa que seamos siempre buenos.

Así como se diría que es un rasgo de derecha la ostentación de una casa en una revista de actualidad, sería menos de derecha si la revista fuera de decoración. Pero todavía sería menos de derecha –casi nada– mostrar la casa en una revista de diseño.

Barthes se pregunta, en otro párrafo, si la tarea del intelectual es todavía la de “acentuar y mantener la descomposición de la conciencia burguesa”. Si es así, dice, conviene identificar esa conciencia, no eximirse ni suponerse por encima de ella, ya que es eso lo que “vamos a deteriorar, desplomar, desmoronar, desde dentro, como se haría con un terrón de azúcar que se sumerge en el agua”. Opone descomposición a destrucción. La destrucción sirve en los tiempos prerrevolucionarios, cuando se tiene a dónde “saltar”. Pero en otras épocas en las que eso es imposible, “acepto acompañar esta descomposición, descomponerme yo mismo en la misma medida: desbarro, me aferro y arrastro conmigo”. Puede que nos hayamos liberado del enano fascista, pero es inútil negar al ekeko pequeñoburgués que guardamos en algún rincón del corazón.

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