Eterna y vieja juventud

En el año 2005 fui invitada a reflexionar acerca de los desafíos del tango de cara al futuro. El resultado fue el libro “El tango, mañana” (once artículos y un cuento). El artículo que yo escribí se transcribe a continuación. Los demás artículos pueden leerse aquí.

A mi abuelo paterno no llegué a conocerlo. Se llamaba Francisco. Era peluquero. La familia vivía en el barrio de Montserrat, sobre la avenida San Juan, en un conventillo. Delante de la casa estaba la peluquería. El cliente más famoso de mi abuelo Francisco fue el Mono Gatica. A lo mejor el Mono vio la foto alguna vez, sentado en el sillón de peluquero de mi abuelo. La foto de Rosano, el pueblo natal de Francisco, estuvo siempre ahí a la vista, enmarcada al lado del espejo. Era la foto de un paisaje calabrés. Un pueblo desolado en las alturas desde donde se veía el Adriático y el verde profuso de los olivos y los árboles cítricos. Francisco murió dos años antes de que yo naciera.

Mis padres siempre se mantuvieron bien instalados en la clase media, aunque ya no la clase media de los conventillos. Formaron su propia familia en una época en la que a los que les iba un poco mejor no se les negaban las vacaciones, ni la señora de la limpieza, ni el tapado de nutria ni la aceptación memorable como miembros del Rotary Club. Fueron parte de los argentinos que conocieron Europa gracias a Martínez de Hoz. Se fueron dos meses a cumplir ese viejo sueño. A la usanza de ese tipo de argentinos que hacían ese tipo de viajes, en dos meses recorrieron más o menos unas quince ciudades “todas muy viejas”, según se quejaba mi mamá, a la vuelta. Estuvieron en Nápoles. No les gustó. Cuando me contaban el viaje, no pregunté por qué, estando en Nápoles, no hicieron los doscientos kilómetros que los separaban de Rosano. No pregunté y no lo pensé. Di por hecho que a Rosano no se volvía, pese a que Rosano siempre había estado presente en la vida de mi padre. Tal vez por eso no se volvía.

Rosano era una foto y solamente eso, un pasado comprimido en una imagen muda y sin perfume. Tal vez por eso no se volvía. Porque sólo a través de una operación mental y emocional muy dolorosa puede uno convertir el lugar en el que nació y creció en un cartón plano de colores idos. Tal vez por eso mismo fue que mi padre nunca me mostró una foto de mi abuelo Francisco. La descubrí yo sola, como a los trece años, revolviendo una caja de fotos familiares. “¿Quién es este señor?”, pregunté, señalando a un hombre mayor, erguido, de porte elegante y rasgos que me eran familiares. “Tu abuelo”, dijo mi madre. Mi padre no dijo nada. Tal vez por eso a Rosano no se volvía. Rosano era una foto, igual que mi abuelo. Rosano era el pasado, como mi abuelo. Algo había obligado en mi familia a dar el pasado por muerto y a sepultar a los muertos en el silencio. De lo muerto no hubo palabra.

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Los domingos, en mi casa familiar, me despertaba la voz de Julio Sosa. Vivíamos en Quilmes, y la gente todavía silbaba. Mi papá silbaba junto con Julio Sosa. El tango del que más me acuerdo es “Nunca tuvo novio”. Desde mi cama primero infantil y después adolescente, yo escuchaba esa voz un poco engolada cantar “nunca tuvo novio, pobrecita”, y ese pobrecita se me iba impregnando en el alma. El “pobrecita” de la compasión. La humilde muchachita. Pobrecita la humilde muchachita. A las otras letras no les prestaba atención. Tuvieron que pasar muchos años para que comprendiera que el tango es una música cuya poética está anclada en la compasión, o mejor dicho: en la autocompasión. Tuve que crecer y madurar los oídos y la cabeza para advertir que lo más atrayente, lo más magnético de la poética tanguera es la exhibición casi obscena de la autocompasión. ¿Y quién se autocompadece? ¿Sería posible la autocompasión, como emoción dominante, en los letristas del rocanrol, en los desenfrenados amantes tropicales, en los enamorados sin retorno del bolero, en los fanáticos del terruño del folklore? ¿Qué significa en el tango la autocompasión? ¿De dónde sale? ¿Qué hizo emerger esa música quejosa, que lastima como el bandoneón, y esas letras que desgranan su lamento por todo lo perdido? Se trata, a mi caprichoso entender, de un doble desplazamiento interno. La compasión implica sufrir con otro, compartir la pasión, el pathos, con el otro, ser espejo de quien sufre. La autocompasión es una especie de desdoblamiento, es dar vuelta ese sentimiento compartido y replicarlo sobre uno mismo. La autocompasión reclama testigos para el propio padecer. Acaso aquel azaroso “pobrecita” me quedó para siempre retumbando en la cabeza porque era una excepción, y yo sin ser consciente de eso lo percibía: ¿puede ser “pobrecito” alguien más que uno, que busca sin cesar y sin esperanza el camino de los sueños? ¿Quién puede avanzar sin descanso, ilusionado, terco e infatigable hasta un sueño, y comprobar, en el exacto instante en el que lo alcanza, que se trataba de un mero espejismo, de un falso brillante, de una falsificación? Un tanguero, naturalmente.

El tanguero, más que ningún otro mantra, se repite para adentro: “Pobrecito de mí”, y expurga penas de las cuales culpa al destino, a la mujer fatal, al juego, al alcohol, al tiempo, al desencuentro, al desamor. El tanguero es el hombre que se descubrió partido al medio, y que encontró irreemplazable ese espectáculo. A su manera, el tanguero es un samurai que usa su katana para abrirse el corazón y dar pena. La pena lo constituye. La pena lo erige. Creo que una de las estrofas más fabulosas de la poética contemporánea le pertenece a Homero Expósito, y es una que sabemos todos: “Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir, y al fin andar sin pensamientos”. Hay otra ventana en Naranjo en Flor: “Después… ¿qué importa del después? Toda mi vida es el ayer que me mantiene en el pasado. Eterna y vieja juventud que me ha dejado acobardado como un pájaro sin luz”. Podría trazarse una línea recta entre esos dos versos de ese tango majestuoso y esa línea marcaría el camino hacia la argentinidad. Que no es sólo del deme dos, ni la directora de escuela bigotuda, ni el funcionario coimero, ni el sálvese quien pueda, ni la colimba, no es la guerra, ni la Bristol, ni el más canchero de la cuadra ni ninguno de esos otros hitos que podrían ser recopilados en la filmografía argentina apta para todo público. Hay una grieta profunda en la argentinidad, una huella marcada por la conciencia de ser poco, de no ser los elegidos. Es eso. El argentino es el pueblo no elegido. El tango es el himno del pueblo no elegido.

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Muchos años después de que mis padres viajaran por primera vez a Europa, me tocó a mí. Ya estábamos en democracia pero la avidez por la doble ciudadanía, unida a cierta nostalgia malhabida que llegó con la adultez, me pusieron derechito rumbo a Rosano. Desde Roma había que recorrer unos setecientos kilómetros. Pero Rosano para mí no estaba en cuestión. Había que ir. Cuando llegué, o mejor dicho, cuando iba llegando, recordaba la foto de Francisco que había visto a los trece años, su cara tan parecida a la mía, y abría los orificios nasales para dejar entrar el increíble aroma a naranjas y olivos que emanaba el camino. Me preguntaba: ¿por qué se habrá ido de acá? Después entendí: Rosano es un pueblo pequeño, enclavado en lo alto de una montaña baja, sin gracia, apretujado sobre sí mismo, lleno de mujeres vestidas de negro y hombres con aspecto moro. La calle principal se llama Martucci, el apellido de soltera de mi abuela. En la iglesia encontré una maravilla: el códice más antiguo en el que se relata, página por página, la última cena, pero los apóstoles están sentados en el piso y son árabes. Para mí fue un hallazgo extraordinario, pero sabía que a mi padre rotario una copia del códice no lo iba a impresionar. Lo único que pude traerle fue un licor casero de mandarinas que me vendieron en una botella de whisky. Estaba tan mal embotellado que todo el resto del viaje tuve que llevarlo conmigo para que no se derramara. “Tanto lío con este licor de morondanga y a mi viejo le va a importar tres cominos”, pensaba, acordándome que, después de todo, él había estado muy cerca de Rosano y no se había molestado en ir. Y sin embargo, en el mismo aeropuerto, cuando por fin me liberé de la botella y se la puse entre las manos, y le dije: “Tomá, papi, este licor es de Rosano”, él se puso a llorar. Yo me quedé petrificada. Nunca lo había visto llorar. Él nunca había olido ese licor. Pero lo vi aspirar el perfume de las mandarinas como quien vuelve. Mi padre volvía. Volvía al lugar en el que nunca había estado. Mi padre volvía dolorosamente a la tierra de su padre. Y ahí mismo vi que ese dolor es el que nos empapa. Ese dolor de lo enterrado en vida, de lo arrancado de cuajo para no sufrir, ese dolor de la indiferencia actuada, construida por la fuerza de las circunstancias. Está de más decir que días más tarde, cuando le mostré las fotos de Rosano, pareció reconocer cada una de ellas. Había estado ahí, a través del silencio de Francisco. El gesto vital de mi abuelo fue haber conservado aquella vieja foto en su peluquería. Fue su bandera, su escarapela, su patria, su apellido. Nunca dijo nada sobre Rosano, pero esa foto hablaba por él. Y mi padre, oliendo el licor de mandarinas, fue más que nunca, y por fin, el hijo de un expatriado.

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Se pueden elaborar teorías basadas en supuestos intelectuales, pero también sobre la base de percepciones. Supongo que las primeras serán más serias. No es éste el caso. Mi interpretación del papel que el tango ha cumplido socialmente desde principios del siglo XX hasta hoy está basada en una percepción, anudada a aquella foto de Rosano en la peluquería de mi abuelo y a las lágrimas de mi padre al oler el licor de mandarinas.

Hace ya unos cuantos años, me pidieron un largo artículo para una revista española que dedicaba cada número a una ciudad del mundo diferente. Le tocaba esa vez a Buenos Aires. Todavía el punk hacía furor entre los jóvenes, y yo era joven. Escribí un artículo cuyos términos no recuerdo, pero sí el título, y a través de él puedo reconstruir toda la idea: se llamaba “Qué me van a hablar del punk”. La frase madre que llegaba desde esa subcultura juvenil era, naturalmente, “no hay futuro”. En los países centrales sonaba fuerte: las juventudes descreían de la virtud apabullante del porvenir. Pero a un argentino qué le iban a hablar del punk, si Expósito había sido capaz, varias décadas antes, de parir su “Después… ¿qué importa del después?”, y de referirse a la juventud como a una “eterna y vieja” trampa del optimismo.

Surgido en los arrabales babilónicos de la Buenos Aires de principios del siglo XX, el tango, antes que nada, formateó un lenguaje en común. No había lenguaje en común. En los conventillos como ese de la avenida San Juan al que fueron a dar las sucesivas camadas de inmigrantes, el lenguaje era una lucha en perpetuo estado de beligerancia. Había que hacerse entender entre italianos, gallegos, vascos, polacos, judíos, alemanes. En otro soporte, el grotesco criollo expresó aquella locura cotidiana, protagonizada por gente que estaba procesando un duelo. Habían quemado naves y acá no había otra cosa que hacinamiento. El tango fue surgiendo de aquella mescolanza, homogeneizando lo heterogéneo, dándole a esa heterogeneidad desangelada un tono general. Cada uno de los sujetos que fue apropiándose del tango y que lo fue colocando, gracias a su identificación, en un lugar cultural de privilegio, debe haberse sentido aludido y a su vez debe haber retroalimentado la autocompasión que exuda la poética tanguera. Por otra parte, esa autocompasión como rasgo emocional dominante aporta un ingrediente no menor para entender cómo la argentinidad se edificó sobre la base de individualidades capturadas por el espejo. Siempre faltó en la Argentina, y sigue faltando, el instinto natural de ver en el otro, en el prójimo, en el vecino, a un connacional. Todo lo que es enunciado como “nacional” suena impostado. Es muy poco tiempo –cien años– para tener nación. Por eso lo nacional siempre se intentó imponer desde la fuerza y nunca desde la conciencia. El llamado Proceso de Reorganización Nacional fue el clímax de un esfuerzo inútil. Las naciones no brotan de los golpes de Estado. Las naciones son pactos inconscientes entre sujetos que aceptan tener algo en común y responsabilizarse mutuamente los unos por los otros. La Argentina es todavía rehén de su “eterna y vieja juventud”.

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Tengo para mí que esas oleadas de inmigrantes soportaron un desgarro tal, que sólo pudieron sobreponerse a lo que habían dejado atrás a través del olvido. Un falso olvido. He comprobado a lo largo de los años, que quienes volvieron al terruño natal europeo no fueron ni los inmigrantes ni sus hijos: fueron sus nietos. Hubo una generación intermedia, precisamente la generación tanguera, que se plegó al olvido transmitido por sus padres. La carga emocional de la familia que había quedado allá, el impacto del quiebre cultural fue tan hondo, que no hubo posibilidad de reencuentro sino hasta dos generaciones después. Fueron los nietos los que volvieron al pueblo italiano o español, a conocer a sus primos segundos, a sus tíos abuelos, a la parentela intermediada por lazos que con el tiempo se fueron diluyendo. Los inmigrantes como mi abuelo Francisco vivieron toda su vida con una foto en la pared como testigo de una pertenencia a la que no renunciaron nunca. Y sus hijos, o sea nuestros padres, heredaron una falsa nostalgia por lugares que nunca conocieron.

Sobre ese abismo entre realidad y ficción emocional cabalgó el tango. Sobre ese sentimiento mayúsculo de autoconmiseración. La garúa, el farol de la esquina, el caserón de tejas, la primera novia, la primera traición, el bulín, la vida que se va, el tiro del final que no quiere salir (hay algo grandioso en ese ni: ni el tiro del final es uno de los grandes colmos tangueros), la herida absurda, lo que quedó, la lucha cruel y mucha, la frente marchita, los veinte años que no son nada, el pájaro sin luz, en fin, todas las imágenes que tenemos en la cabeza nos guste el tango o no, son las hijas de un país de brazos abiertos pero de raíces invisibles.

Recuerdo a la humilde muchachita que invocaba Julio Sosa en las mañanas de domingo de mi infancia. Y miro alrededor y creo que pensando en cualquier argentino, con el sonido crudo de un bandoneón de fondo, podríamos cantar: “Nunca tuvo patria, pobrecito”.

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5 comentarios

  1. Una compañera de trabajo me contó que su padre y sus tíos, italianos, vinieron a Argentina teniendo doce, catorce y dieciséis años. Hubo otro de sus tíos, que tenía dieciocho, que no pudo subirse al barco porque le dió miedo el mar. Nunca antes lo había visto.
    Así que parado en el puerto vió alejarse el buque con sus hermanos mientras el apretaba su morral.

  2. Recién ahora entiendo por qué a mi padre le gustaba tanto el tango.
    Y por qué yo (nieta de gallegos) viaje a España a conocer la casa de piedra de la aldea y me traje un pedacito de madera resquebrajada de la puerta de entrada.
    Resonando con el comentario de Carmen, recuerdo que mi abuela materna (italiana) contaba que cuando venían en el barco junto a sus padres hacia Buenos Aires, uno de sus hermanos murió «de furia de sangre». Nunca pregunté qué hicieron con su cuerpo. Supongo que lo habrán tirado al mar.

  3. Algunos tangos me hicieron llorar y siguen golpeándome cuando los escucho. Será por eso que en general no quiero oír tangos.

    Ah, sólo que cuando suena «El choclo», cuando se me ocurre escucharlo, el alma se me fractura y mi cara se moja…

    abraxo, (antes comentaba desde un puerto…)
    ahora, desde la zq.

    Rain

  4. hola sandra

    a mi viejo le gustaba el tango, vivía «en tango».

    será por eso que lo odio tanto (jajaj)

    hoy conocí tu blog. yo tengo 49, he leído las revistas
    que mencionaste, pero no te recuerdo como por ejemplo
    a la que labura en la radio con gelblum, la…
    se me fue el nombre… es un nombre inglés…
    bueno tal vez me acuerde antes de terminar.

    ya me acordé! la cristina wargon.

    bueno
    pero me gusta mucho cómo escribís.
    leí este artículo completo, es una visión interesante.

    yo más bien opino como leonardo castellani, que dijo:
    «si quiere ser cornudo, amigo, sea; pero no lo cante»
    el tipo decía que antes que el tanguero que dice
    «ya que has vuelto entrá no más»
    le gustaba el gitano que dice
    «un buen día has de volvé
    y a mi puerta has de yamá
    y yo no te la abriré
    y me sentirás yorá»

    en fin, son gustos, o tal vez sea que me parezco
    demasiado a mi padre.

    he pensado en asistir a uno de tus talleres,
    pero iré a esa cantina para espiar uno desde 2 o 3
    mesas de distancia.

    saludos, sandra

  5. Hola Sandra, por curiosidad me puse a rastrear mi apellido y me encontre con tu pagina. ¿de verdad existe un calle principal Martucci?? la verdad me encantaria saber mas detalles y quien es tu abuela, quizas podamos ir armando mejor el arbol genealogico con mi hermano. Muchas gracias.

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