Guardar y tirar

Creo que era Carmen la que estaba hablando sobre un texto, decía algo sobre raspar el fondo de la olla, y ahí saltó Rodolfo, que tiene 22 años y ya es sociólogo, y gritó: “¡Sí, eso cambió! ¡Nosotros no soportamos los culitos de las botellas de Coca!”. Lo que siguió fue una sucesión de asociaciones entre todos, como si algo se nos hubiese revelado, y eso pasa cuando se descubre algo que es percibido colateralmente y no ha sido nombrado.

Esta vez el tema sería: ¿qué pasó entre aquellos hijos de inmigrantes polacos que habían adquirido el hábito y el gusto de masticar la grasa de la carne, marcados genealógicamente por el frío y el hambre, y estos consumidores ávidos de un primer trago y un primer bocado, estos aparentes hijos de la abundancia urbana, o acaso habría que invertir los términos y decir estos hijos de la aparente abundancia urbana? Creo que valen las dos expresiones.

Lo de los inmigrantes polacos es un ejemplo fuerte de aquella vieja inercia de conservar, almacenar y resistir. Esos tres verbos ejemplifican bastante bien la actitud de la gente en épocas de hambrunas o pestes. La Segunda Guerra fue una de esas pestes. Y aquellos que vinieron para acá pero que allá habían experimentado lo que se siente cuando hasta el pan se trafica, trajeron con ellos esa actitud. Conservar, almacenar, resistir.

Raspar el fondo de la olla. Masticar hasta la grasa. Ponerles cueritos a los pulóveres y rodilleras a los pantalones. Destejer algo para volver a tejer otra cosa. Cortar los envases de dentífrico, mayonesa, crema hidratante con tijera, cortarlos por el extremo opuesto a los picos, para arrasar con el dedo con absolutamente todo lo que resta. Guardar el papel de aluminio de la manteca para untar con su cara interna una olla. Emparchar. Buscarle el repuesto al tocadiscos. Mandar a arreglar el reloj. Llevar a la modista un vestido para que lo reforme. En fin. Aquella actitud.

Como todo el mundo que vive con o sin adolescentes, cada tanto abro la heladera y veo un par de botellas de Coca-Cola casi vacías. A veces no están ni siquiera tan vacías. Pero hay otra recién abierta. Abrir un envase es una actitud históricamente reciente. Podría decirse que como sujetos históricos somos abridores de envases. Porque no sólo consumimos gaseosas o mayonesa, ésa que descartamos cuando en el envase va quedando menos de la mitad y el borde se empieza a poner duro. También somos abridores de envases culturales, de envases políticos y de envases éticos. La vida nos llega envasada. La vida de la sociedad de mercado nos empuja a consumir ideas seriadas que en la serie encuentran su peso: a eso se le llama opinión pública o “termómetro del ambiente”.

No hay caso. El dentífrico se seca. Las tapitas modernas cierran perfectamente unos días. Después, irremediable, fatalmente, quedan abiertas. Y el dentífrico se seca. Arrasamos con él. O desearíamos arrasar. Con el poder adquisitivo necesario para vivir como degustadores de primeros tragos y primeros bocados, pero incluso sin él, está instalado en nuestras subjetividades el deseo de abrir envases. Está la inercia, al menos. Porque el deseo de consumo es un deseo de segunda clase. No puede ser un deseo profundo. No puede serlo en tanto no sale del fondo oscuro de nosotros, sino todo lo contrario: nos es lanzado como una flecha, o como una descarga eléctrica infinitesimal y continua. El malestar posmoderno deviene, acaso, de la maldición de abrir envases y no tolerar verlos vacíos.

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7 comentarios

  1. Cuando murió mi abuelo, dejó, entre un montón de cosas, un ovillo de hilo armado con la unión de todos los retazos que juntó durante vaya a saber cuántos años, aquél hilo que se usaba para empacar la pasta fresca que se compraba los domingos. Recuerdo que tejí una pequeña bolsa con ese hilo.
    Hoy aprieto la pasta de dientes, pero ya no la abro como cuando era chica ni tampoco le meto agua al resto de shampoo y si bien disfruto no «necesitar» hacerlo; hay una sutil y honda sensación parecida a la culpa, la voz de mi abuelo diciendo: «que nunca te falte».

  2. Querida Sandra, es un placer pasar por aqui y leer sus notables publicaciones que nos generan un cierto grado de entusiasmo y felicidad. si, es asi, leyendo lo que usted publica, en lo personal, me satisface demasiado, tiene una perspectiva de la vida muy interesante. Me gustaria que pase por mi blog y comente que le parece lo que escribo. no me considero un fanatico de la literatura, ni mucho menos un pensador. tengo 20 años y no estudio algo relacionado a las letras. Pero muy a menudo tengo encuentros con mi otro yo y dejo volar la imaginacion. Seria un placer inmenso leer su critica. Un saludo cordial.

    Nicolas

  3. No sé cómo explicarlo. Tus simples y reveladores puntos de vista me impactan emocionalmente. Como la música de Björk… Creo que soy fan de Sandra Russo.

  4. hola sandra . la idea de abrir envases culturales, políticos y éticos me pareció un hallazgo.
    hace un tiempo fernando savater escribió un artículo llamado «el síndrome de diógenes» que se relaciona con este posteo. despues lo adjunto para que lo puedan leer.
    cuando era chico mi vieja guardaba de todo, pero todo. una de esas cosas eran los rollos de carton que quedan del papel higiénico. ante mi curiosidad, un buen día le pregunto ¿para qué los guardas? y su respuesta fue: «para hacer títeres». jamas hizo uno.

  5. aca les dejo el artículo del que les había hablado. saludos

    El Antidiógenes. Por Fernando Savater
    En san Sebastián de los Reyes, cerca de Madrid, los servicios municipales de limpieza fueron reclamados por numerosos ciudadanos hartos de ratas, cucarachas y malos olores. El causante de tantas plagas era uno de sus vecinos, que atesoraba en su domicilio ni más ni menos que ciento cuarenta toneladas de basura. Lo recogía y guardaba absolutamente todo y en su hedionda cueva de Alí Babá se encontró desde un desahuciado automóvil Gordini (dejaron de fabricarse allá por los años sesenta, son un recuerdo de mi adolescencia) hasta jaulas somieres, gramófonos averiados y espeluznantes cortinas. Y cartones, y vajillas desportilladas, y mil bultos informes sobre los que ahora fantaseo porque yo no estaba allí para inspeccionarlos en los casi quince días que tardaron los empleados en desalojar la copiosa pocilga. El coleccionista estaba convencido de que en cada uno de aquellos cachivaches podía serle útil más adelante. Y adujo en su apoyo dictámenes ilustres: el que guarda, halla: más vale prevenir que lamentar; y, desde luego, el irrefutable ejemplo de la hormiga ahorradora frente a la disipada cigarra. Los del Ayuntamiento le dieron la razón compasivamente, mientras reclamaban el auxilio de una pala excavadora para desembarazar al vecindario de tanta mugre. Después, cuando las ratas y las cucarachas buscaron nuevos horizontes, llegaron los psicólogos. Y determinaron que el ahora despojado (y notablemente indignado) propietario padece el síndrome de Diógenes, lo que en su taxonomía designa el afán de acumular más y más cosas inservibles con la esperanza de que lleguen un día u otro a servir.
    No discuto su diagnóstico porque a mí me pasa como a ellos: tampoco conozco las dolencias del alma humana. Pero protesto en nombre de la memoria de Diógenes de Sínope, llamado el Can y maestro de cínicos, que tuvo muchos vicios y manías salvo precisamente la de acaparar objetos, fuesen considerados supuestamente útiles o supuestamente inútiles. Vivía en una tinaja como un caracol renunciativo, prescindió primero de lo superfluo y luego de todo lo demás (al ver a un niño beber agua del río con la mano, tiró la escudilla de madera que era su única posesión) y cuando fue visitado por el gran Alejandro, que le ofreció aliviar sus carencias, lo único que pidió al dueño del mundo es que se apartara un poco para no quitarle el sol. Don Ramón de Campoamor, poeta prosaico, dedicó unos versos a este encuentro de dos caracteres fuertes, en los que hizo rimar impunemente “caracol” con “sol”. En lo único que podrían parecerse el cínico antiguo y el almacenador incansable de San Sebastián de los Reyes es en un detalle marginal: se cuentan que el griego fue en su juventud falsificador de moneda-según otros, fue hijo de un profesional de ese ramo-y se sabe que el vituperado español trabajó en la muy legal Casa de la Moneda. Dudo que este discutible parentesco baste para sustentar el diagnóstico de los psicólogos.
    En realidad a mí se me antoja que ese antidiógenes madrileño debería ser considerado algo así como un héroe de nuestro tiempo, aunque ningún Lermontov vaya a entretenerse cantando su gesta. Mejor dicho, un héroe muy actual pero inconsolablemente deficitario. De lo que se trata ahora, por lo visto y lo publicitado, es de acumular y acumular para gastar después. A medias reacio a esta acreditada consigna, el caballero escandaloso acaparó cuanto pudo – aunque la escasez de sus recursos sólo le permitía acceder al vertedero, no al supermercado-pero luego no supo resignarse al momento de despilfarro que hubiera debido culminar su empeño. Como tantos otros, quizá como usted o como yo, intentó elevar una barrera de pesesiones insignificantes entre el presente y el futuro, entre lo conocido lamentable y lo desconocido temible, entre el instante incierto que se escapa y la fatalidad segura que se acerca. También el ciudadano Kane de Orson Welles se propuso algo semejante, aunque con mayor derroche de medios, y fue por ello envidiado en vez de denunciado a las autoridades. Pero ya lo sabemos: al final sólo cuenta lo perdido, el afecto traicionado y la compañía que no vuele: Rosebud.
    Dice la prensa que el ciudadano de San Sebastián está dispuesto a denunciar al Ayuntamiento por expolio.
    revista viva año 2001

  6. Yo también guardaba los rollos de cartón pensando en hacer una mesa ratona que habìa visto en uno de esos canales de cable donde hacen de todo con materiales «súpereconómicos». Nunca la hice… sin embargo, este posteo me recordó dos cosas. Por un lado, que cuando era chica, en mi casa nunca sobró nada… y hasta el día de hoy le sigo poniendo agua al shampoo y sigo apretando la pasta de dientes o la mayonesa hasta que queda la última porción.
    Creo que es cuestión de tener y no tener… las abundancias siempre traen excesos.
    Y la otra es el tema de la vivienda… solía vivir en una casa grande, con patio, donde había más «galpón» que césped. Ahora vivo en un departamento… o entran los cachibaches o entro yo…
    Saludos!

  7. Leyendo tu nota implacablemente viene a mi mente el recuerdo de mi infancia. No se tiraba nada, mi viejo era obrero metalurgico y mi mama una magica ama de casa.
    Nada se pierde, todo se transforma…en torrejas!!! Las he comido de la mas diversa composición. Segun mi marido, mi suegra, que era de gustos gourmet, transformaba todo en souffle. Resabios de epocas dificiles… Cuantas veces las torrejas nos salvaban de la sopa!! (siempre la deteste)
    Una vez, la ultima que pudimos viajar, alla por el 95, al norte, trajimos un queso de cabra blandito que era re salado, mi suegra, antes que tirarlo, lo convirtio en una tarta a la que no le puso sal…y aun asi estaba tan salada!!!!
    Era el auge de la gran fiesta menemista….
    Mama, por que no tiraste ese queso, era incomible!!!!
    Estas loco?, dijo mi suegra, como vas a tirar la comida!!!
    Cuanta razon tenía. Lo vimos despues, cuando la gran fiesta se convirtio en un velorio, cuando cerraron las fábricas, cuando nos quedamos los dos sin laburo, cuando el consiguio (un pequeño salario) y yo no, y tuve que inventar para no comer arroz mediodia y noche…
    Como me arrepenti de no haber aprendido a hacer souffles gourmet con las sobras… o tan solo torrejas. Obvio que pedi la receta, pero sufri mucho el cambio. Sufri mucho con esa costumbre de tirar tan moderna, y tan tipica de la epoca menemista…
    Mi marido dice que soy monotematica, porque le echo la culpa a los milicos de la escasa solidaridad, del «no te metas» que reina hoy en nuestra sociedad y a la decada menemista del cambio de conciencia de la gente, del egoismo, del salvese quien pueda…
    Pero creo que ahi, en los 90, comenzo la ansiedad de consumo.
    Reflexionemos: debemos volver a las torrejas.

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